DOS MESES QUE ATERRORIZARON A AVILÉS I


La Parca se asomó en forma de epidemia al magro caserío de Avilés. Infografía Miguel De la Madrid.

Se dice que, al enemigo, ni agua, pero el agua también tiene enemigos. El tifus es uno. Y lo fue hasta bien avanzado el siglo XX. Para Avilés, que tardó en disfrutar del agua corriente, el tifus no era un enemigo corriente. Era de los peores. Y ya se sabe que, en todo tiempo, el asunto del agua suele tener consecuencias inmediatas en cuanto pierde la transparencia.
Desde siempre, a Avilés no le habían faltado ni agua ni tampoco un buen repertorio de enfermedades con que diezmar a sus habitantes, pero las fiebres tifoideas no estaban habitualmente dentro de ese repertorio. No se presentaban como epidemia, a pesar de los problemas de abastecimiento de la población y de que su parte baja confundía en muchos tramos marismas e inmundicias y salud con las endémicas y muy dañinas fiebres tercianas, responsables durante décadas cuando la salud faltaba en Avilés.
Pero el tifus y sus afines no habían sido, históricamente, enfermedades de preocupar. Es cierto que, en 1910, se declaró un brote epidémico en San Cristobal, parroquia por entonces mucho más alejada de la trama urbana de lo que hoy está. La infección tífica estaba alejada, localizada y, pese a afectar a quince personas y provocar seis muertos, pronto quedó controlada. Pudo ser importante, pero quedó abortada. Bastó que la Junta de Sanidad ordenase condenar un pozo de agua potable del que bebían las familias de los enfermos. Entonces la epidemia desapareció.
Lo mismo ocurrió con brotes similares en Miranda o Villalegre, controlados con poco esfuerzo y, desde luego, sólo de incidencia limitada. Es más, cuando en 1911 Gijón fue asolado por una terrible epidemia de tifus que amenazaba con llegar hasta aquí, la decidida labor del ayuntamiento, con amenazas de severas multas a todo aquel que no siguiera las normas de profilaxis, impidió que Avilés se viese perjudicada por un desastre que parecía demasiado cercano. Sólo se declararon quince casos, todos ellos venidos de Gijón, y sólo dos muertos. Buen saldo para tan terrible enemigo que iba dando anchos tajos de guadaña por donde pasaba.
Parecían males viejos. De poblaciones sin abastecimientos, sin higiene y sin medios para defenderse de aquellas enfermedades tan antiguas como mortales, pero el tiempo pasó y lo del tifus no desapareció. En 1927 languidecía la dictadura de Primo de Rivera y Avilés iba, poco a poco, cerrando su red de suministro de agua corriente, distribuida a partir de los dos depósitos de Valparaíso. Quienes ya tenían instalado un contador disponían también de todo el agua que pudieran pagar. Y había para todos. Para las fuentes públicas, sin restricción alguna, para suministro de fábricas, e incluso de forma gratuita para instituciones benéficas.
Lo dicho, suministro abundante y en movimiento, pues si el agua siempre había sido cooperador necesario en la difusión de enfermedades tifoideas, se trataba normalmente de agua estancada, de agua de pozo. Ya se sabe que "agua corriente no mata a la gente". Y no parecía que los tiempos y el suministro de Avilés pudiesen permitirse tal debilidad. Esos tiempos modernos habían traído modernas conducciones que parecían proteger de los viejos peligros.
Pero hay peligros que nunca envejecen y para los que jamás encuentra uno defensa. El tifus seguía merodeando por Europa en los años veinte, entre 1915 y 1922 afectó a 30 millones de personas en Rusia y Polonia. Mató a tres millones. Sin ir más lejos, ese mismo año de 1927 el tifus se declaraba en Trubia, un pueblo que, sin traída de agua, se contagió por la infección de las fuentes que surtían a la población. Esa dañina enfermedad y sus socios no andaban lejos, seguían merodeando por los alrededores y acabaron llegando a Avilés. Como fantasmas, dejando ver fugazmente su cara cuando ya era tarde.
El peligro se hizo presente nada más empezar ese año. Finalizaban los veinte pero, para estos menesteres de las enfermedades, Avilés parecía encontrarse cerca de otros tiempos más antiguos y muy malos. Hablar de enfermedades mortales, mencionar la posibilidad de epidemia, de inmediato se extendía a gran velocidad por el pueblo y era causa de terror entre la población. Ya digo que la memoria actuaba al instante para traer a la gente lo peor de unos recuerdos que aún no eran demasiado lejanos. Infectaba más el miedo que los microbios.
Por eso, cuando empezaron a manifestarse síntomas de enfermedad, las noticias empezaron también a correr. Fueron dos desgracias paralelas: la batalla contra la propagación de la enfermedad y la batalla contra la propagación de las noticias. Ambas contiendas dejaron sus víctimas, de mediados de febrero a mediados de abril. Dos meses de pánico. He aquí la crónica de los hechos.
Febrero. A mediados de mes ya había enfermos en Avilés. Las noticias no circulaban fácilmente en la villa, estaban controladas, que no censuradas, para evitar alarmas. Pero saltaron al resto de Asturias vía Oviedo. Los periódicos de toda la región lo sabían y contaron con gruesas letras que en Avilés había epidemia, que había muchos enfermos y que se temía un contagio de grandes proporciones.
            El primer golpe fue duro, pero intentó pararse. Se dijo que la enfermedad que atacaba a los avilesinos era la gripe. La noticia parecía más blanda, pero no consoló a una ciudad que, en el otoño de 1918, había recibido la visita de la injustamente llamada “gripe española”, que llegó a afectar, de diversas formas, a 2.500 avilesinos. Su macabro recuerdo aún estaba fresco. Más aún cuando lo que publicaba la prensa regional es que en Avilés había unas trescientas personas atacadas por la gripe. Eso lo escribía el gijonés “El Noroeste” del día 15, citando como fuente al Inspector Provincial de Sanidad que, a su vez, habría recibido la información del alcalde de Avilés.
Se desmintió. Las autoridades de Avilés salieron al paso. Convocaron al Inspector Provincial de Sanidad, que vino a la villa a visitar a varios enfermos para, decían, no encontrar otra manifestación que la de una gripe corriente, sin especial gravedad. En el Instituto Provincial de Higiene se le hizo un análisis bacteriológico a  una muestra de agua procedente del domicilio de un enfermo para concluir, se dijo, que no había ni rastro del bacilo tífico. Se repitió, una vez más, que sólo era gripe, y en proporciones normales, teniendo en cuenta que la enfermedad se extendía por España y el extranjero esos mismos días. Nada de tifus, campañas alarmistas. Pero entre la gente, sobre todo entre los enfermos y sus familias, precisamente empezaba a cundir la alarma.
La gripe, que en efecto era epidemia mundial aquellos días, comenzaba a remitir, pero algunos enfermos presentaban cuadros más complejos. Se sospechaba de algo más y se enviaron nuevas muestras de agua y de sangre de los enfermos para ser analizadas en el Instituto Provincial de Higiene. Allí, en aquellas muestras de sangre, ya se localizó el bacilo tífico.
Cuando finalizaba el mes la alarma era ya pánico y el mismísimo alcalde, Valentín Alonso, hubo de dictar un bando, el día 26, negando el tifus una vez más y prometiendo mano dura a cuantos sostuvieran lo contrario: “contra algunas personas que se dedican a esparcir rumores alarmistas sobre el estado sanitario de la localidad, bien exagerando el número de enfermos y defunciones, bien atribuyendo éstas a dolencias que con aquéllas no guardan relación alguna”.
Gastó mucho esfuerzo el alcalde asegurando que los niveles de mortalidad, por cualquier clase de enfermedades, eran normales en Avilés. Su obligación era que el pueblo gozase de calma, pero esa empresa ya era casi imposible.