MISA DE VARIETÉS

La Fornarina, ascendiendo sobre la publicidad de ferias del Iris en 1915. Infografía de Miguel De la Madrid.

         Pasaban treinta minutos de las once, el dieciocho de julio de 1915, cuando moría Consuelo Vello Cano. Tal vez este nombre deje indiferente a la mayoría de la parroquia, pero fue el que le pusieron en la pila a “La Fornarina”, uno de los  primeros mitos eróticos del universo del espectáculo en España. Una cupletista pionera en el oficio de cantar en solitario, subida a las tablas para sublevar al personal. Ella abrió un largo camino que fueron recorriendo nombres muy variados y muy conocidos, desde Raquel Meller a Imperio Argentina, de Concha Piquer a Sara Montiel, de Marisol a Rocío Jurado.
            La noticia de su muerte asoló los ambientes de la farándula, pero también hizo mella en el público en general. Ese culto y distinguido público al que la cantante tantas veces se había dirigido para recibir su encendido aplauso. Se trataba de una estrella, de una de las primeras que podían lucir tal nombre. Y esto es mucho decir, pues, en 1915, el estrellato como sistema de promoción artística no estaba inventado ni en Hollywood (que aún estaba por inventar con todas las de la ley).
            En los lugares por los que había actuado Fornarina era recordada. Se recordaban sus canciones, sus vestidos y su belleza. Moría joven, y eso hace mucho, pero había vivido intensamente y dejaba larga estela.
            Ese rastro llegaba hasta Avilés, donde su fama precedió a esta cantante. Consuelo había llegado a Asturias en 1906, a cantar en el café Madrid de Oviedo y luego a hacer bulto, cuanto más bulto mejor, en un festival taurino en la plaza de Buenavista. Aún no tenía mucho recorrido. Hacía sólo cuatro años que había iniciado su carrera artística actuando como vicetiple de zarzuela con un insignificante papel enEl Pachá Bum Bum” y en Asturias digamos que no causó sensación.
            Poco tiempo después empezó a ser conocida en toda España y sus hazañas también llegaron hasta aquí. A medio camino entre la verdad y leyenda, entre el montaje publicitario primerizo y la realidad, se hablaba en Avilés de su atrevimiento en el escenario, de sus “toilettes” y sus “deshabillés” y, por no entrar en más detalles, circuló por los alrededores una noticia que incendió los telégrafos y que, supuestamente, tenía su origen en Murcia. Según la escandalosa información, ese mismo año de 1906, en noviembre, se leería un edicto episcopal en todas las parroquias pidiendo la excomunión para la Fornaria, con el argumento de que cantaba cuplés demasiado atrevidos. La prensa clerical, siempre según esas informaciones, pedía que se apedreara a la cantante en cuanto asomara por el escenario y ella, a riesgo de desórdenes, debía ser protegida en sus actuaciones por la guardia civil.
            Como puede verse, antes de soltar su primer gorgorito en la villa del Adelantado, la Fornaria era la encarnación canora de Lucifer. Lejos de la moral, las buenas costumbres y los ejemplos edificantes. Mejor no acercarse a ella. Se desconocía su arte y se la situaba en lo peor de las varietés, de ese género que, heredero del teatro sicalíptico, inundaba teatritos y barracones con señoras que más que voz tenían anchas caderas, redondas anatomías y ganas de mostrar lo prohibido para levantar en armas al personal. Estaban dirigidas más que por agentes artísticos, por traficantes de carne. Vamos, lo que venía siendo el género ínfimo.
            Y es cierto que el mundo de la prostitución no siempre estuvo lejos de estas estrellas. El ambiente donde ejercían su profesión estas cantantes no era siempre el más saludable moralmente hablando. En un momento de indefensión social y legal de la mujer, era una profesión desempeñada sólo por mujeres y controlada sólo por hombres, en la que sus protagonistas procedían normalmente de los sectores más bajos del espectro social, y en él desarrollaban su trabajo. Además, esos escenarios eran locales confusos, barracas con mucha frecuencia, a precios baratos y en condiciones poco exigentes.
            En ese mundo la Fornarina no fue una excepción. Madrileña, hija de guardia civil gallego y lavandera toledana, con una infancia y adolescencias muy duras. Un tiempo en el que, después de viajar muchas veces al Manzanares para blanquear la ropa ajena, acabó recalando a la Plaza Mayor, donde cambió las mojaduras y los sabañones por otro oficio mucho más viejo que la hizo detenerse en más de una esquina y que la llevó a trabajar en un taller de modistillas que no era tal cosa. Y era otra la colada que tenía que colgar.
            Pero, en poco tiempo y con mucha suerte, se demostró que Consuelo valía para esto del artisteo. Y eligió muy bien los peldaños que fue pisando en su carrera, de modo que, cuando en la segunda década del siglo XX, las llamadas “variedades selectas” empezaron a despegarse del “arte frívolo”. Fornarina estaba allí, con Raquel Meller y La Goya, para borrar su pasado y empezar a ser estrella y artista. Ellas sabían cantar, dominaban la escena, recibían buenas críticas. La estrella de barracón había muerto. Su pasado se había borrado. Había nacido otra estrella, culta y decente. De verdad.
            Y fue precisamente entonces cuando se presentó por vez primera en Avilés. En esos años entre 1911 y 1914 en los que, por toda Asturias, se paseó como una gran artista. Ella y su arte fueron respetados desde la primera vez que se subió a un escenario avilesino. Por eso, cuando llegó la noticia de su muerte, a todos tomó por sorpresa. Y más que a nadie a la empresa del pabellón Iris, para quien la cupletista había sido un gran negocio: lo más sagrado. Así quiso que se la recordara.
            Los empresarios del pabellón, aprovechando su proximidad a la nueva iglesia de Sabugo, programaron para el 27 de julio de 1915 nada menos que una misa de Requiem por el alma de la Fornarina. La empresa hizo publicidad del acontecimiento como si se tratara de uno más de los grandes “sucesos” que se subían a su afamado palco escénico. Invitó al acto “a todas las personas piadosas y público en general” y, por si no fuera suficiente reclamo el acontecimiento, decidió hermosearlo con la mismísima orquestina del Iris, la misma que acompañaba a tantas cupletistas, interpretando, en esta ocasión, “durante el sacrificio de la misa, escogidos trozos de música religiosa”. ¿Habrá existido en parte alguna, alguna vez, una misa “de varietés” como ésta?
            Sin duda fue una maniobra osada. No todos estaban en disposición de entender como, a quien no hacía mucho le colgaban los sambenitos más nefastos y escandalosos para la fe y las buenas costumbres, se le dispensaran ahora exequias de gente formal y aún muy piadosa. Que, en misa tan “arrevistada”, se rezara por el descanso eterno y se despidiera para la eternidad a aquella mujer motejada como novia de Satán en las mismas calles muy poco tiempo antes. Y hubo protestas.
            Algunos avilesinos se escandalizaron de que se dedicaran en la villa plegarias a la más famosa de las cupletistas, se recordó su vida pecadora, lo peor de sus andanzas. Nada valía para redimir a tan malvada mujer. Pero hasta eso tuvo respuesta. Se recordó a los protestones que la caridad y la misericordia eran virtudes cristinas, que nadie estaba libre de culpa a la hora de rendir cuentas y que Fornarina supo morir muy bien: besando la imagen de Cristo y dejando en el testamento, además de 80.000 duros, su deseo de ser amortajada con el hábito de la Soledad. ¡Cómo no iba a celebrarse una misa en Sabugo!
            En medio de ese lance, Consuelo Vello se fue al cielo de las cupletistas, acompañada por las cristianas honras fúnebres de la compañía del Iris, un pabellón que, esos mismos días, cerraba para pintar y hacer arreglos con vistas a la temporada de ferias. Entonces se estrenó la serie de películas de Rocambole y actuaron nada menos que Margaritu Xirgu, Raquel Meller y la Argentinita.
            Show must go on.