UNA NOCHE EN EL LICEO

Guantes y corbatas de lazo. Salvoconducto para entrar en los bailes elegantes del Liceo avilesino. Infografía: Miguel De la Madrid.

Los guantes, aunque no lo parezca, dicen mucho de sus dueños. Son una funda para ocultar las miserias del interior, ofreciendo un exterior brillante. Como la provinciana sociedad del siglo XIX, muy diferente por dentro y por fuera. En Avilés, sus instituciones mejor colocadas se distinguían por su enguantado apodo. El Ateneo era “la del guante negro”, el Casino “la del guante amarillo” y el Liceo “la del guante azul”.
Recojamos este último guante. La Desamortización dejó ruinas en La Merced y solares en San Bernardo. Parcelas edificables que, voraces, se repartieron los poderosos de Avilés en el mismo centro del primitivo corazón amurallado. Saliendo de la vieja cerca medieval en dirección a Grado, por aquella calle de La Canal, que en 1903 fue para el general Lucuce, un edificio alegraba los abandonados muros eclesiásticos de San Francisco. Era ese Liceo del amarillo guante.
No es que fuera una casa muy alegre, más bien lo contrario. Una fachada tristona, esponja de humedades de inviernos interminables, se encajaba entre los viejos muros del exconvento de San Francisco, medio arruinado por la Desamortización, y la casa de Policarpo Arias. Tal era el domicilio del Liceo, vecino de la ruina del viejo convento que acabó pasando por completo a manos municipales.
No mucho antes, a mediados del siglo XIX, los acontecimientos sociales y aún los espectáculos, no tenían más acomodo que algunas casas particulares, donde se recibía y, a veces, hasta se representaba. Por eso el Liceo sirvió para reunir a la mejor sociedad de Avilés, lugar para bailar e incluso, en esa tradición tan conocida y tan de aquí, lugar para aprender música. Academia con banda, coros y todo, por fusión entre la Academia Filarmónica y la Sociedad de Recreo y Confianza.
Si el lector está ahora paseando, en persona o con el pensamiento, por aquel lugar donde se encuentran hoy los “jardininos” de Álvarez Acebal, cierre los ojos y déjese envolver por una espiral de imágenes en blanco y negro, como en los musicales de Hollywood, verá que ese torbellino lo lleva en volandas a otro tiempo. Un viaje fugaz que lo lanza a la puerta de aquel edificio triste, tal y como debió estar hace más de siglo y medio. Sacúdase los pantalones, tiéntese la ropa toda, pues, para entrar ahí, ya debe usted vestir de etiqueta (esto viene con el viaje al pasado, no hay que pagar suplemento alguno). Frac y corbata blanca de lazo. Ya le decía que la cosa era en blanco y negro. Ahora, si es jueves, domingo o fiesta de guardar, ya puede confundirse entre los circunstantes y entrar en ese melancólico edificio.
El vestíbulo no desmiente a la fachada. A él se llega tras subir la escalera exterior. Es sombrío, ahumado por algunos quinqués de petróleo, aunque con un cierto tono alegre. Tono de oído. Hasta allí se filtra una música que parece venir de muy lejos. Escapa por las grietas de las paredes y de enormes puertas mal encajadas. Rebota por la estancia y, a la vez que confunde sus notas, se engrandece y hace pensar en que, allá al fondo, sucede algo que merece la pena. Usted ya puede pasar. No se apure si toda la sala se vuelve a mirar. Salvo en el baile de San Agustín los forasteros escasean. Los parroquianos se conocen de memoria y uno nuevo, aunque no sepan que viene del futuro, siempre extraña. Disimule. Atraviese el umbral hacia la sala principal. Allí la música se hace ola de repente y le moja la cara.
De lejos lo parecía. Y ahora no hay error posible: un vals de Johann Strauss. Y la noche empieza a acelerarse. La fiesta sitia al visitante, atrapado entre el girar incesante de las parejas que recorren el salón y la orquesta que toca a retaguardia, parapetada en lo alto de la gran estancia. Es como una tronera que defiende a los profesores. Sólo la música se atreve a asomar por esa mezcla entre grada y palco, cuya abertura está cercana al techo del local. Un local elegante. Se decía que de lo mejorcito de Asturias. No era, desde luego, lo que la fachada anunciaba. De buenas proporciones, con las paredes adornadas por pinturas de alegorías y capaz para ochocientas personas, que ya son gente, moviéndose sin cesar entre charlas, ponches y valseos a un lado y otro. Algún que otro rigodón, aunque no es lo más interpretado, ya que se suele sustituir por otras melodías como “Los lanceros”.
Son la mejor sociedad de Avilés. La mayoría parientes, que acuden con gran ceremonia, como si no se conocieran de nada, tirando de espalda, levantando barbillas y soportando estoicamente laceraciones de corsé. Vale la pena a cambio de la exhibición social. Por eso los bailes se inician a las ocho y media de la tarde y no van más allá de las doce. Nunca se sobrepasan estas medidas salvo en caso extraordinarios como el carnaval, donde es necesario dar mayor expansión a la chavalería disfrazada de asturiana o de “dominó”. Pero de ordinario eso no ocurre.
Es un baile al que deben acudir buenas  familias y familias enteras. Así no se alteran las costumbres ni el tono natural de las cosas y esas buenas familias pueden concurrir sin hacerse violencia alguna. No en vano hablamos de una sociedad que se denomina “de recreo y confianza”. Los artesanos no bailan allí, como mucho en las ocasiones y en otros locales improvisados, como los que se pertrechaban en el almacén de Policarpo Arias desde tiempos casi remotos. Los pobres, si demuestran serlo, pueden recibir enseñanza musical gratuita, pero el baile es otra cosa.
Aunque, dentro de la sala, no se le ocurra a usted gastar demasiadas confianzas. Abanicos que señalan, defienden miradas, tamborilean hombros, exhiben formas y también, de vez en cuando, abanican. Se golpean una y otra vez contra muy castos pechos protegidos por escotes italianos, de puntillas alençon y adornos en los que finalizan corpiños Estuardo. Y todo el baile repleto de miriñaques o polisones, según épocas. Guirnaldas de encaje y flores a la pompadour, sobrefaldas de raso, bouquets de rosas-thé, cabezas empolvadas, adornillos de brith, fantasías en complementos que unas veces son de tela y otras ricos aderezos en pulseras o gargantillas de muchos quilates. Al menos a ojo.
Mujeres hechas y muy derechas, elegantes damas que se mezclan con adolescentes de porte desconocido dentro de aquellos trajes. Mueven al aire brazos que dibujan arabescos, enfundados en guantes mousquetaire y cabezas muy firmes, a pesar de las vueltas sin cuento, decoradas con guirnaldas y peinados a la ya entonces vieja moda de los incroyables.
Mujeres que hablan, que sonríen con candor unas, con picardía otras, mientras lanzan miradas que taladran o comentarios que entierran. Adolescentes, ya presentadas en sociedad en alguna reunión del mismo Liceo, que cubren sus carnets de baile esperando no dejar hueco en toda la noche, como no sea para tomar aliento jugando a las prendas o a la “aduana” hasta que nace la madrugada.
Así vivía el Liceo. Haciendo acopio de recursos propios, con los que mantenía todas sus actividades, bailes, reuniones o conciertos y salvaba los muebles, que eran pertenencia de los socios, ya que el local, como se ha dicho, era propiedad del ayuntamiento. Institución esta última, que, dicho sea de paso, por entonces le pertenecía también a los dueños de los muebles. Todo quedaba en casa.

Así que, allá por el final de siglo XIX, varias instituciones competían en veladas interminables, festejos y acontecimientos. Todos en pugna por muy pocos señores. Cada uno con su color, cada uno con su guante, negro, azul o amarillo. Pero, claro está, en una competencia de guante blanco.