JULIÁN ORBÓN EN FLASHBACK (I)

Julián Orbón, un hombre en el punto de mira. En este caso homenajeado por las fuerzas vivas de la dictadura de Primo de Rivera en Avilés el 23-VIII-1924 (infografía: Miguel De la Madrid).

Imagino a Julián Orbón mirando a los muros de la vieja cárcel de Avilés. Ausente. Viendo proyectada en las piedras la muerte de su padre, profesor de idiomas de la Universidad de Oviedo, que cayó fulminado un mal día en la calle Argüelles. Muerto sin avisar y sin ver, por muy poco, el siglo XX.  
Había empezado a pensar en su pasado. Ya sólo tenía eso. El futuro en aquel país en guerra no existía para casi nadie y el presente se le estaba escapando a toda velocidad. Julio de 1936. Tiempos salvajes. Puede que entonces esa vida que dicen le mira a uno de frente en el instante final, atravesara el pensamiento de Julián a toda velocidad. Todos los recuerdos. Una vida que explicaba, como pocas, ese brutal desenlace que tomaron los tiempos. El rescate de las viejas facturas que, unos y otros, empezaron a cobrar en el 36.
Pasó treinta años trabajando en asuntos y cargos de representación, durante los que se forjó un puesto en eso que se llama “la vida pública”. A medio camino entre Avilés y La Habana, adonde llegó a principios del siglo XX, con una carta de recomendación de “Clarín” bajo el brazo, que le abrió las puertas de El Diario de la Marina, periódico defensor del poder español en Cuba y de gran influencia en la colonia hispana. Aquel diario, fundado en 1844, era ya viejo entonces, pero tenía una amplia nómina de suscriptores entre la colonia y el comercio de la Isla. Orbón siempre lo citó como su verdadera escuela de periodismo y a su director, Nicolás Rivero, como uno de sus principales valedores. Porque Julián era, sobre todo, un periodista de la vieja escuela.
Desde entonces su vida se convirtió en una especie de gymkana para sortear los obstáculos de la política y de su propio carácter, más propenso a crearse enemigos que a lo contrario. Tres décadas saltando el Atlántico hacia la orilla más conveniente y dedicándose lo mismo a fundar periódicos y revistas, que a mantener corresponsalías, organizar eventos y homenajes. Defendiendo mil causas, peleando duro por todas ellas, pero cada vez más solo con sus ideas, en unos años en que los hombres se acabaron matando por ellas.
Primero fue liberal. Devoto del omnipotente y segundo Marqués de Teverga. Otro Julián. En ese momento, su abrazo a la causa de los sanmiguelistas le llevó a ser colaborador temprano de El Diario de Avilés, cuyos responsables apreciaron en él una prosa sobrada de “galanura de estilo”, que ocultaba un grueso ariete de polémica, con el que se lanzó contra todo aquello que se le movió cerca. Eran los tiempos en que el marqués de Teverga y los suyos dominaban los resortes caciquiles, que la prensa, como todo Avilés, era sólo suyo. El bando de los ganadores. El mejor lugar para repartir estopa. Y Julián Orbón entonces ya era uno de los mejores repartidores de la comarca.
Dejó de ser liberal al fundar un semanario, El Heraldo de Avilés. No había acabado 1904. Su trayectoria estaba clara, siempre experto en buscarse apoyos, en organizar todo tipo de actos sociales y en situarse muy bien en aquellas instituciones que podían garantizar una posición social suficientemente visible para sus intereses.
Pasó entonces por una fase en que se convirtió en algo así como “comisionista del homenaje”. Una ocupación en la que aún hoy se pueden encontrar a sucesores de Orbón. Así, dirigió los homenajes al filósofo Estanislao Sánchez Calvo y al maestro Juan de la Cruz y los juegos florales de 1904. Los eventos más relevantes de la discreta vida pública del Avilés de principios del siglo XX lo tenían por intendente y estratega. Era, además, secretario de la Extensión Universitaria y presidente de la Asociación Coral Avilesina. Es decir, estaba bien colocado en los mejores resortes de la vida social, política y cultural. Logró hacerse visible y tener un poder de influencia real en todo aquello que más le interesó. Siempre presente, siempre importante.
Buenos tiempos, pero breves. En 1906 salió por pies de un gran escándalo que le buscaba la espalda a grandes zancadas. Debió dejar la Coral, la Extensión Universitaria, sus apreciadas comisiones de festejos y buscar abrigo y retirada en La Habana. Un cuartel lejano, pero siempre seguro.
Cinco años después ya era reformista de los de Pedregal, los que habían desbancado en las instituciones a los viejos liberales con nuevas ideas republicanas y dinero fresco. Volvía a Avilés, lleno de relaciones en Madrid y con los más notables americanos, presto a acercarse al nuevo poder reformista a través de la Sociedad Fomento de Avilés, una institución que intentó sacar a la villa de los malos tiempos que ya vivía con todo tipo de iniciativas, desde el urbanismo al turismo. Fue su secretario hasta que, según sus enemigos, un “ataque de megalomanía” lo arrojó nuevamente al mar en 1915, con los últimos fondos de la sociedad invertidos en un pasaje para La Habana. Vivía más en el Atlántico que en tierra firme. Su suelo siempre había sido movedizo, azaroso, peligroso…
 El día de Reyes de 1917, entre los regalos de la cabalgata, asomaba otra vez Julián Orbón a la opinión de Avilés envuelto en las páginas del semanario El Progreso de Asturias. Ya no tenía más bando que sí mismo, en un proceso de radicalización de formas e ideas, paralelo al que vivía la sociedad española, con el que atravesó los años veinte. En esta nueva mudanza los enemigos eran Pedregal y sus correligionarios, después de una década al frente del ayuntamiento de Avilés. Los sitió desde su periódico, agitando o creando fantasmas de escándalo y desgobierno que se les aparecían a cada paso para atormentarlos. Y recibió respuesta desde el diario local de Manuel González Wes, pedregalista destacado, periodista y secretario municipal al mismo tiempo, que dirigió como hombre orquesta aquel diario haciéndolo órgano, vocero y defensor de Pedregal.
Frente a todo esto estaban las columnas de El Progreso. No hacían prisioneros y Orbón seguía sin hacer amigos, menos que nunca en Avilés. Cualquiera podía estar señalado. Lo mismo cargaba contra los maestros por no reprimir el uso de la blasfemia, que contra los bailes públicos por inmorales. Se alejó para siempre de los partidos del caduco sistema de la Restauración. Ni liberales ni monárquicos ni republicanos ni reformistas colmaban sus deseos de orden y seguridad. Al otro lado tampoco retrataba un mejor panorama. Las nuevas fuerzas obreras no eran de su agrado y las combatió sin descanso. Fue paladín de la regeneración moral y material, atrincherado en un conservadurismo cada vez más belicoso.
Contra los socialistas cargó en 1920 por los “sucesos de Moreda”, en los que se enfrentaron a tiros obreros del Sindicato Católico y del sindicato minero socialista, SOMA. Doce muertos. Orbón se despachó con un artículo durísimo, titulado “Cobardías”, acusándolos de ser “propagandistas desalmados que no dudan en asesinar a traición a sus compañeros si con eso calman el rencor almacenado en sus entrañas”. El Centro de Sociedades Obreras le respondió con otro artículo, “Vilezas”, llamándolo “ente despreciable”, mercenario que vende su pluma a los poderosos para difamar “a tanto la línea”.

Duras palabras, dichas en un lugar tan pequeño como Avilés, iban más allá del papel. Sonaban a amenaza por ambas partes. A “sé quién eres”, a “verás cuando lleguen los míos”. Sonaban a esas cosas que no se olvidan. A las que se guardan. A las que se recuerdan cuando aparece la ocasión. Y años después, por desgracia, iban a sobrar las ocasiones.