ABAJO PERISCOPIO


El terror de la Gran Guerra hizo imaginar amenazas letales desde las profundidades de Avilés
Infografía: de Miguel De la Madrid.

         El 8 de mayo de 1915 los titulares de una edición extra del “The New York Times” gritaban al mundo en grandes caracteres: “El Lusitania hundido por un submarino, probablemente 1.260 muertos; dos torpedos lo hundieron en 15 minutos frente a las costas irlandesas; Whashington cree que se avecina una grave crisis”. La primera de las guerras planetarias y, con ella el rumbo de la historia, estaban a punto de cambiar. Y ustedes se preguntarán ¿Eso que tiene que ver con Avilés? Mucho. No se impacienten, que habrá para todos.
Sabido es que España permaneció neutral durante la Primera Guerra Mundial, mientras su sociedad se dividía entre germanófilos y aliadófilos. Pero eso no quiere decir que la guerra no influyera en España, en su economía y en sus negocios. Que se lo digan a Victoriano Fernández Balsera y a esos bellos almacenes que, achacosos y desaprovechados, aún se asoman a la ría. La neutralidad permitió vender a los países en guerra, fue un período de prosperidad fugaz muy mal rentabilizada, pero próspero al fin.
La neutralidad le daba a España un privilegiado papel de observador. Se seguía la guerra. Los periódicos informaban desde sus primeras del movimiento de los frentes, de todas las acciones y las previsiones. Esas mismas informaciones provocaron el despegue de los noticiarios en el aún joven cinematógrafo. El público, también el de Avilés, sabía mucho de trincheras, de ofensivas y de emboscadas, pero lo del Lusitania era distinto, una primera vez, y tuvo enormes consecuencias.
La guerra submarina fue una de las novedades que trajo aquella enorme contienda. El recurso con el que los alemanes contrarrestaron el poderío de la Armada británica “cazando” barcos de suministros en el Báltico y el Atlántico. Pero el Lusitania no era un carguero, sino un trasatlántico lleno de civiles. Los alemanes se enteraron de que llevaba la panza llena de municiones norteamericanas y no tuvieron piedad. 1.198 víctimas: 785 pasajeros (94 niños) y 413 tripulantes. 124 norteamericanos. Hay quien dice, todavía hoy, que es un asunto sin resolver. Que si, además de los torpedos, hubo una explosión interna. El centenario de la Gran Guerra llena al suceso de esos misterios y conspiraciones que tanto gustan a la moda actual, pero lo cierto es que, entonces, abrió un nuevo período en el que cualquiera podría ser un objetivo militar y, además, dio argumentos a los partidarios de que los Estados Unidos entraran en la guerra.
A partir de aquello, en Asturias como en otros lugares, una psicosis colectiva se apoderó de nuestros paisanos y de sus periódicos, plagados a diario de noticias sobre la guerra submarina. Y aún más. Se creyeron objetivo militar, diana de los próximos torpedos, escenario de un inminente desembarco. Su suponía que, para que los súbditos del Káiser extendieran su guerra submarina, necesitaban bases de aprovisionamiento en la costa, pues aquellos primeros submarinos eran lentos y de corta autonomía. A partir de entonces se empezaron a ver, a imaginar y a denunciar espías por doquier. Y las páginas de los periódicos lo reflejaron, dejando pistas de casos que les parecieron muy claros. Por ejemplo, alguien vio a un alemán haciendo fotos y tomando apuntes en Covadonga, a otro fotografiando y anotando lo que veía en la Campa Torres gijonesa, o a un último teutón al que algunos localizaron explorando calas, radas y ensenadas de Llanes… Era un hecho: había alemanes en la costa.
En Avilés la cosa fue incluso peor. Los meses inmediatamente posteriores al hundimiento del Lusitania coincidieron con el clima descrito y con dos acontecimientos peligrosos. Sobre todo a finales de julio cuando, entre el 22 y el 26, visitaron nuestra villa la infanta Isabel, en largo periplo por el Norte, y el crucero protegido de tercera clase “Río de la Plata”. Dos objetivos militares de primer orden para quien quisiera ver conspiraciones nibelungas detrás de cada mato.
Mucho cuidado, todos alerta al peligro. Como si el cañón de Avilés, que ahora sabemos es tan profundo, fuese una gigante base de submarinos germanos. Tantos buceaban por aquí, según algunos, que no sería raro que algún pescador, estando a calamares, al tirar de la potera sacase una escotilla teutona. Si algún cinéfilo entre los lectores de esta serie ha visto “1941” de Steven Spielberg me entenderá.
En las costas próximas a Avilés había quien oteaba el horizonte, día y noche, por si un submarino alemán subía el periscopio. Y otros que, con más imaginación que vergüenza, lanzaban al aire aventuras y amenazas más propias del capitán Nemo que de la villa del Adelantado. De todo eso hace ahora, precisamente, cien años.
 El asunto llego hasta la prensa madrileña. Los papeles de la capital le dedicaron espacio entre las informaciones más rigurosas. Según el periódico “El Mundo”, durante las noches se veían sospechosas señales luminosas frente a Santa María de Mar. ¿Reflejos de un faro lejano? ¿Fuegos de San Telmo? ¿La casualidad? Nada de eso. En la Concha de Artedo un submarino alemán, de correría por el Cantábrico, hizo escala para que el vapor bilbaíno “Marcela” le llevara cincuenta toneladas de gasolina en arriesgada maniobra de acarreo realizada por cuatro barcas del lugar. Según esta misma fuente, los lugareños y sus lanchas trabajaron toda la noche haciendo viajes hasta donde estaba fondeado el pez de acero. Por cierto, a 100 pesetas por cabeza. Otra cosa no, pero rumbosos sí que eran los marinos alemanes.
Y había más. Según el informante misterioso de aquel viejo rotativo, otro sumergible había merodeado por las costas de la comarca hasta recalar en San Juan de Nieva, donde hizo noche y repostó gracias a otro barco desconocido que se acercó hasta él cargado de gasolina. Y si era testigos lo que se necesitaba, que le preguntasen a los avilesinos que, por la mañana, se acercaron al submarino en una pequeña embarcación. Claro que, cuando estaban a punto de alcanzarlo, el submarino, en zafarrancho vertiginoso, recogió todas las señales, metió lastre y bajó al fondo sin dejar rastro. Hasta hoy.
Nadie logró jamás encontrar a aquellos agentes dobles, a los espías del Káiser que vivían, como si tal cosa, entre los avilesinos. Aquellos remeros, de la noche y de la mañana, de Artedo y de San Juan, que, se supone, salían a la anochecida con faroles para hacer señales al horizonte hasta que el buque abisal se dejaba ver en la superficie y luego no, como un monstruo del lago Ness cualquiera.
 A todo esto, la infanta a lo suyo, a dejarse agasajar por las autoridades, a entrar bajo palio en las iglesias y a encabezar grandes caravanas automovilísticas que tomaron el pueblo sin riesgo alguno. Es posible que un par de torpedos acecharan bien engrasados muy cerca, prestos a salir de sus tubos con una carga letal. Nunca lo sabremos. Aunque, entre nosotros, pueden sospechar que se tratara más de buques fantasma que de otra cosa. Así que, como hizo la infanta, ni caso. En el palacio del marqués de Ferrera y San Muñoz, la hija de monarcas prestó más atención a la langosta en salsa tártara y al tournedó Rossini que a aquellas noticias que la guerra y la imaginación de alguno hizo circular por Avilés y por Madrid

   Es lo que tienen los submarinos que, cuando se van al fondo, écheles usted un galgo. Y luego, si te he visto no me acuerdo y si te lo digo no me crees. 

FRONTERA DE VAPOR

Grabado de la llegada del ferrocarril, a partir de fotos de Duarte. Unos festejos que dividieron a Avilés. Infografía Miguel De la Madrid.

    El estudiante José Menéndez Parra garabateaba con presteza y con habilidad agazapado en una esquina del teatro circo Somines. Usaba taquigrafía y así lograba escribir a la misma velocidad que discurseaban los oradores. Una gran ayuda para que, todos los plumillas que se había traído de Madrid el marqués de Teverga, pudiesen luego lanzar incienso y ganar albricias contando al mundo la magna obra. Sobraban discursos y faltaba muñeca para copiar. Además del emocionado marqués, alzaron su copa y su palabra otras catorce autoridades y dignidades diversas.
     La casa por la ventana, en un enorme gasto que el periódico madrileño "El Liberal" atribuía al ayuntamiento "que todo lo hace con igual esplendidez". Eran los liberales, "Sanmiguelistas" y "Cantistas", los que tenían tan espléndida mano para sacar  dinero de las arcas de todos y homenajearse a sí mismos, trayendo hombres y viandas de Madrid y colocando un gran arco en la calle, gasas, guirnaldas y telas transparentes en el Somines. Pero también había colaborado el comercio de la villa en los gallardetes y colgaduras que adornaban Avilés. El tren ya estaba aquí y todos pensaban estar asistiendo a uno de esos días que harían cambiar la historia.
     Por muchas razones, parece que fue ayer. Ciento veinticinco años desde que aquella primera locomotora lanzara al cielo de la villa el vapor de su caldera. Una humareda que no se perdió en la grisura ni se disolvió con la traidora lluvia de julio. Quedó en el aire para escribir la página gloriosa de aquel día y para continuar otras no tan memorables que ya venían escribiéndose tiempo atrás.
      El tren silbó por primera vez y muchos avilesinos le cambiaron silbidos por aplausos, mientras otros respondían con más silbidos. Y con pedradas. Una frontera se abrió en medio de la ciudad. Ya existía, pero aquel día, pintada de vapor, lució mucho más.
Fue una frontera para el progreso. Con el ferrocarril las posibilidades de Avilés se multiplicaban al poder conectarse por vía férrea con la Meseta y embarcar por su puerto el carbón de las cuencas mineras. Y Llegaba casi al mismo tiempo que la nueva dársena de San Juan de Nieva. Puerto y ferrocarril eran la misma cosa.
      Fue también frontera entre la realidad y la ficción, trayendo al mundo, al fin, un proyecto ferroviario. Otros muchos habían quedado antes en el limbo, viendo pasar la cigüeña, sin que ésta se decidiera a hacerlos nacer. Una historia larga.
Comunicar los puertos asturianos con la Meseta y el carbón con el mar, era un proyecto añoso, distinto en función de la elección del puerto de destino. Hubo dos posibilidades, una para cada cuenca minera: unir Mieres con Avilés, o unir Langreo con Gijón.
En 1843 una compañía anglo-francesa, la "Asturian Mining Company", trazaba los planos para unir Mieres con el puerto de Avilés. Al año siguiente, algunos financieros proyectaron unir Langreo y Siero con Gijón y Avilés. Era 1845 cuando la Compañía Minera Cántabra de Madrid levantaba las trazas para un ferrocarril de San Martín del Rey Aurelio a Avilés. Finalmente, el 23 de noviembre de 1864, Juan Manuel de Manzanedo remataba un proyecto de ferrocarril para unir León con Avilés, pasando por Puente los Fierros y Mieres.
      Muchos proyectos y muchas esperanzas, pero lo cierto es que un entramado económico y político operaba en contra de nuestra villa. Ni siquiera la monarquía fue ajena al asunto pues, en tiempos de la reina madre María Cristina, pesaron los intereses de su marido, Fernando Muñoz, Duque de Riánsares, muy interesado en un ferrocarril que sacase el carbón de sus concesiones de la cuenca del Nalón. El proyecto de Mieres se hizo fracasar desde Madrid y, con él, las opciones de Avilés en favor de los intereses económicos que planeaban cercanos a la Casa Real. Un duque, marido de una Cristina.
Como había sucedido en el siglo anterior con el final de la carretera de Castilla, el puerto elegido por el gobierno español no fue Avilés sino Gijón. Y hasta allí se dirigió la primera locomotora de la línea que partía de Madrid en 1884. A nuestra villa no le quedó más alternativa que agitar el pañuelo. Muchos trenes y ninguna estación en Avilés, así que pasaron de largo.
Y siguieron pasando hasta que uno, con veinte años de trayectoria a sus espaldas, se detuvo. Fue entonces, en 1881, cuando se adjudicó la concesión a la sociedad Crédito General de Ferro-carriles, con una subvención del Estado de 1.260.000 pesetas. En 1887 la Compañía del Norte tomó a su cargo esa concesión después de tener asegurada, además de aquella subvención del Estado, otra especial del ayuntamiento de Avilés de 420.000 pesetas. Jugaron dos marqueses: el diputado del distrito, Marqués de Teverga, hábil para conseguir recursos públicos, y el Marqués de Comillas, hábil para proteger sus recursos privados, pues quería abastecer de carbón, desde Avilés, a los vapores de su Compañía Trasatlántica.
      Es decir que, por fas o por nefas, se había decidido que el ferrocarril llegase al fin hasta Avilés y con él se sobrepasase la frontera del progreso, pero, de inmediato, se levantaron otras.
      Ya se sabe que, en esto de la ingeniería de caminos de hierro, la línea recta tal vez no sea la distancia más corta entre dos puntos, especialmente si el tiralíneas está en manos de caciques. Traer el ferrocarril implicaba decidir el proyecto, describir el trazado y situar la estación. Es decir, todas las cosas por las que en Avilés se discutió. Todas por las que se levantó la nueva frontera entre dos bandos irreconciliables.
Riñeron primero "serinistas" y "villabonistas", por el lugar donde el ramal de Avilés enlazaría con el de Oviedo-Gijón. Más tarde, el trazado por Avilés enfrentó a quienes defendían la margen derecha de la ría frente a la izquierda, pensando que el tren arrastraría el puerto al otro lado de la ría (como hoy). Y luego ya, eso lo hemos contado muchas veces, los "industriales" del marqués de Ferrera, frente a los "cantistas" del marqués de Teverga, por ver si la estación se instalaba donde está hoy, o se edificaba, más o menos, donde está el apeadero de FEVE ("la Industria").
      Y estalló la guerra. Y se llegó a las manos que, casualmente, portaban garrotes. Me refiero a aquella sanjuanada avilesina de 1889 en la que, al abrigo de la luna, los partidarios del marqués de Teverga sembraron la noche de cristales y cabezas rotas y firmaron con tinta roja la división política de la sociedad avilesina que, al mismo tiempo, describían ya con tinta negra sus primeros periódicos.
     Sólo hacía un año de tan violento encuentro. Los que entonces se vieron molidos a palos, los "industriales", silbaron o tiraron cantos a los "cantistas" y al propio tren. Los caciques y el rencor guiaban las manos de unos y de otros, pero, fuese la lluvia, la algarabía, el arco en honor al marqués de Teverga o la evidente importancia del día, el tren se impuso a la riña pueblerina y acabó siendo una ocasión memorable que escenificó su reconciliación, para la galería, con el nacimiento de las fiestas de El Bollo tres años después.  
      Así volvemos al Somines y a José Menéndez Parra, con dolor de muñeca. Corriendo tras la palabra de los alcaldes de Avilés y Oviedo, de los representantes de la iglesia, la Universidad, la prensa, la sociedad, la política y al fin del propio José García San Miguel. Todos satisfechos y bien comidos, arrimando la inauguración a su gestión política.
      Y así llegamos al día de hoy. El siglo XXI se sigue pareciendo al siglo XIX. La misma frontera que un día fue de vapor hoy es de hierro y desacuerdo. Los proyectos se discuten y los repúblicos se pelean viendo pasar los trenes y los años, siempre al mismo lado de las vías, que siguen en el mismo sitio y no hay manera de acordar en que otro sitio se tienen que poner.
      Parece que fue ayer.

DOS MESES QUE ATERRORIZARON A AVILÉS (Y II)

Antiguos depósitos de Valparaíso, hoy mucho más cerca del centro de Avilés que a principios del siglo XX. 
Infografía Miguel De la Madrid.

      Para muchos era un secreto a voces, deformado y hasta utilizado por alguna prensa de forma sensacionalista, pero al fin, cuando sólo se llevaban quince días de aquellos dos meses fatales, la infección tífica era noticia. El terror. La crónica continúa.

Marzo. El primero de mes concluían las especulaciones y los paños calientes. El alcalde contaba la verdad por escrito: Avilés estaba invadida por fiebres tifoideas. Sí, era cierto, y había que tomar precauciones. Profilaxis general. No se podían comer alimentos sin cocer previamente. En los recipientes de la basura no se podía sacar restos de alimentos sino sólo sus cenizas, se prohibía visitar a los enfermos y se declaraba obligatoria la vacunación o inyección antitífica para todos los mayores de dos años. Las medidas empezaban a dibujar un estado de excepción imposible de disimular.
La Escuela de Artes y Oficios funcionaba como laboratorio municipal de campaña para vacunar todos los días de cinco a siete. Pronto se amplió el horario a las mañanas. Las parroquias y las alcaldías de barrio del término municipal colgaban bandos del alcalde anunciando días y horas de vacunación en cada lugar. El pánico había salido a la calle y, pese a los intentos de lanzar mensajes positivos dentro de Avilés, la prensa de toda España ya lo sabía. En “El Heraldo de Madrid” del día 3 se leía lo siguiente:
 “En el Gobierno Civil se ha recibido un telefonema del alcalde de Avilés informándole de la gravedad de la epidemia tífica en aquella ciudad y pide se envíen médicos porque la mayoría de los de Avilés enfermaron, y los que están bien de salud se encuentran agobiados por el trabajo incesante.”
Había más de un recurso literario en esa información. La situación real no era tan grave, pero la declaración de la epidemia ya era oficial y las medidas extraordinarias continuaban. El gobernador suspendió los carnavales y envió al inspector provincial de salud, además de a un médico epidemiólogo, para evaluar el alcance de la enfermedad.
Pronto lo provisional se hizo definitivo y se organizaron los servicios médicos apoyados en la Brigada Provincial Sanitaria y en la presencia del Inspector General de Sanidad, Francisco Bécares, en Avilés hasta el 11 de marzo. Los médicos locales estaban desbordados. Eran quince. Dos ya estaban infectados y fueron sustituidos por Luis López Negrete y Antonio Fernández Mora, que se alojaban en La Serrana. Hasta el hotel había que ir a avisarlos o a dejar la papeleta de la beneficencia para que se desplazasen a las casas pobres, aquellas en las que no había de nada, salvo enfermedad.
La infección seguía progresando y no todos los llamados se presentaban voluntariamente a la vacunación. Se extremaron las medidas, incluso la de multar con 25 pesetas a quien no se vacunase o enviarlo a prisión preventiva (donde sería vacunado). Por bando de 19 de marzo se obligaba a todos los empresarios que tuviesen personal a su cargo a entregar en la alcaldía la relación de todos los vacunados y de los que se hubiesen negado a ello. Se iba peinando la Villa.
De diversas formas el auxilio de urgencia se puso en movimiento. Ya el 5 de marzo visitaba Avilés el obispo de la diócesis Juan Bautista Luis Pérez. La cosa no era como para estar tranquilo. Una suscripción pública distribuía socorros entre los más necesitados, también la Asociación Patronal hacía lo mismo entre las familias de los obreros de sus industrias. La Diputación Provincial entregó 5.000 pesetas para los mismos fines, las trajo en mano su presidente, el avilesino Nicanor de las Alas Pumariño. Las medidas subieron un escalón, desde la prevención a lo inevitable. El 17 de marzo el alcalde ya prohibía conducir a hombros los cadáveres. Ni siquiera la proyección de “El Rajá de Dharmagar”, en el Palacio Valdés, distraía del problema. Hasta Rodolfo Valentino estaba ya muerto.
Entonces a la guerra contra la bacteria se sumó la guerra de opinión que, en el fondo, era también política. Los periódicos de Avilés estaban enfrentados entre sí y con la prensa de Oviedo, que sembró la alarma. En especial “El Carbayón”, que hablaba de Avilés como foco de infección procedente de la contaminación de las aguas. El gobernador civil prohibió a la prensa hacer comentarios sobre el asunto.
El semanario local “El Progreso de Asturias”, dirigido por Julián Orbón, tomó parte activa en esa lucha. El avilesino José María Graíño Obaño, ingeniero jefe de la División Hidráulica del Miño, denunció ante el gobernador civil las obras que se estaban realizando en el manantial de Valparaíso. Luego, desde las páginas de “El Progreso”, achacaba el mal a sus aguas. Se llevó una multa de 50 pesetas por uno de sus artículos, publicado el día 13, además de las iras del alcalde de Avilés, que lo consideró un mal avilesino. Alcalde e ingeniero acabaron enfrentados públicamente, aunque ambos, desde posturas distintas, creían estar defendiendo a Avilés.
El asunto de las aguas era de la mayor importancia. La epidemia era de fiebres tifoideas, una variedad de infección intestinal provocada por la bacteria salmonella tiphy. Sólo puede infectar a los humanos y la principal fuente de infección es el agua contaminada. De ahí que Graíño, y con él la prensa ovetense, atacaran al depósito municipal de Valparaíso.
Pero la demostración rotunda no llegó. El día 15 el ovetense “Región”, que también había aventado la contaminación de las aguas, reconocía su error. El propio “El Progreso” había informado sobre un análisis hecho en un laboratorio de Gijón encontrándose un “bacilo de paratifus”. Tal análisis jamás se realizó.
A pesar de los desmentidos no se pudo evitar que, con la infección, se fueran extendiendo daños colaterales. No sólo mataba personas, también amenazaba con matar la economía de la villa en producciones típicas de una cabecera de comarca. Sucedía eso con las bebidas gaseosas y, sobre todo, con el pan. El de Avilés empezó a ser rechazado en concejos limítrofes (desde Illas a Grado) por temor a que estuviera contaminado. De poco sirvieron los llamamientos oficiales haciendo saber que las aguas de Avilés, también las que se usaban para hacer el pan, estaban completamente sanas. Los industriales del ramo padecieron la epidemia aún sin contagiarse.
Un ciento de noticias fluían sin cesar. Corría por Asturias la especie de que Avilés, toda ella, era un hospital de campaña, que la gente se caía muerta por las calles y que, para no alarmar al personal, los cadáveres se enterraban de noche, cosa que hasta los propios avilesinos creían. Con o sin exageraciones, marzo se despidió cobrándose cuarenta de las de las noventa muertes acaecidas ese mes en todo el concejo. Muchos muertos para no conocer el foco de la epidemia con certeza absoluta.
Abril. Al finalizar la primera semana del mes se daba por finalizada la epidemia, retornando los médicos de refuerzo y concluyendo el aislamiento al que se había visto sometida la villa. La suscripción pública se cerraba con unas 30.000 pesetas recogidas y repartidas y, por decreto del alcalde, el 21 de abril se volvía a la normalidad reanudándose el curso en escuelas y centros de enseñanza.
            No se supo a ciencia cierta quién tenía razón. La versión oficial negaba la hipótesis de la contaminación del agua, con lo que se salvaba la responsabilidad del ayuntamiento y se ponía sordina a la alarma. La versión de Graíño o “El Progreso de Asturias” no tenían dudas sobre el primer foco de la infección. Medio centenar de avilesinos, fatalmente, ya no preguntarían nada.
            Poco después de que pasase el peligro, el Ayuntamiento tomó en arriendo todos los prados que rodeaban al depósito de Valparaíso con el fin de evitar que se tratasen con abonos orgánicos…Por si acaso.