DOS MESES QUE ATERRORIZARON A AVILÉS I


La Parca se asomó en forma de epidemia al magro caserío de Avilés. Infografía Miguel De la Madrid.

Se dice que, al enemigo, ni agua, pero el agua también tiene enemigos. El tifus es uno. Y lo fue hasta bien avanzado el siglo XX. Para Avilés, que tardó en disfrutar del agua corriente, el tifus no era un enemigo corriente. Era de los peores. Y ya se sabe que, en todo tiempo, el asunto del agua suele tener consecuencias inmediatas en cuanto pierde la transparencia.
Desde siempre, a Avilés no le habían faltado ni agua ni tampoco un buen repertorio de enfermedades con que diezmar a sus habitantes, pero las fiebres tifoideas no estaban habitualmente dentro de ese repertorio. No se presentaban como epidemia, a pesar de los problemas de abastecimiento de la población y de que su parte baja confundía en muchos tramos marismas e inmundicias y salud con las endémicas y muy dañinas fiebres tercianas, responsables durante décadas cuando la salud faltaba en Avilés.
Pero el tifus y sus afines no habían sido, históricamente, enfermedades de preocupar. Es cierto que, en 1910, se declaró un brote epidémico en San Cristobal, parroquia por entonces mucho más alejada de la trama urbana de lo que hoy está. La infección tífica estaba alejada, localizada y, pese a afectar a quince personas y provocar seis muertos, pronto quedó controlada. Pudo ser importante, pero quedó abortada. Bastó que la Junta de Sanidad ordenase condenar un pozo de agua potable del que bebían las familias de los enfermos. Entonces la epidemia desapareció.
Lo mismo ocurrió con brotes similares en Miranda o Villalegre, controlados con poco esfuerzo y, desde luego, sólo de incidencia limitada. Es más, cuando en 1911 Gijón fue asolado por una terrible epidemia de tifus que amenazaba con llegar hasta aquí, la decidida labor del ayuntamiento, con amenazas de severas multas a todo aquel que no siguiera las normas de profilaxis, impidió que Avilés se viese perjudicada por un desastre que parecía demasiado cercano. Sólo se declararon quince casos, todos ellos venidos de Gijón, y sólo dos muertos. Buen saldo para tan terrible enemigo que iba dando anchos tajos de guadaña por donde pasaba.
Parecían males viejos. De poblaciones sin abastecimientos, sin higiene y sin medios para defenderse de aquellas enfermedades tan antiguas como mortales, pero el tiempo pasó y lo del tifus no desapareció. En 1927 languidecía la dictadura de Primo de Rivera y Avilés iba, poco a poco, cerrando su red de suministro de agua corriente, distribuida a partir de los dos depósitos de Valparaíso. Quienes ya tenían instalado un contador disponían también de todo el agua que pudieran pagar. Y había para todos. Para las fuentes públicas, sin restricción alguna, para suministro de fábricas, e incluso de forma gratuita para instituciones benéficas.
Lo dicho, suministro abundante y en movimiento, pues si el agua siempre había sido cooperador necesario en la difusión de enfermedades tifoideas, se trataba normalmente de agua estancada, de agua de pozo. Ya se sabe que "agua corriente no mata a la gente". Y no parecía que los tiempos y el suministro de Avilés pudiesen permitirse tal debilidad. Esos tiempos modernos habían traído modernas conducciones que parecían proteger de los viejos peligros.
Pero hay peligros que nunca envejecen y para los que jamás encuentra uno defensa. El tifus seguía merodeando por Europa en los años veinte, entre 1915 y 1922 afectó a 30 millones de personas en Rusia y Polonia. Mató a tres millones. Sin ir más lejos, ese mismo año de 1927 el tifus se declaraba en Trubia, un pueblo que, sin traída de agua, se contagió por la infección de las fuentes que surtían a la población. Esa dañina enfermedad y sus socios no andaban lejos, seguían merodeando por los alrededores y acabaron llegando a Avilés. Como fantasmas, dejando ver fugazmente su cara cuando ya era tarde.
El peligro se hizo presente nada más empezar ese año. Finalizaban los veinte pero, para estos menesteres de las enfermedades, Avilés parecía encontrarse cerca de otros tiempos más antiguos y muy malos. Hablar de enfermedades mortales, mencionar la posibilidad de epidemia, de inmediato se extendía a gran velocidad por el pueblo y era causa de terror entre la población. Ya digo que la memoria actuaba al instante para traer a la gente lo peor de unos recuerdos que aún no eran demasiado lejanos. Infectaba más el miedo que los microbios.
Por eso, cuando empezaron a manifestarse síntomas de enfermedad, las noticias empezaron también a correr. Fueron dos desgracias paralelas: la batalla contra la propagación de la enfermedad y la batalla contra la propagación de las noticias. Ambas contiendas dejaron sus víctimas, de mediados de febrero a mediados de abril. Dos meses de pánico. He aquí la crónica de los hechos.
Febrero. A mediados de mes ya había enfermos en Avilés. Las noticias no circulaban fácilmente en la villa, estaban controladas, que no censuradas, para evitar alarmas. Pero saltaron al resto de Asturias vía Oviedo. Los periódicos de toda la región lo sabían y contaron con gruesas letras que en Avilés había epidemia, que había muchos enfermos y que se temía un contagio de grandes proporciones.
            El primer golpe fue duro, pero intentó pararse. Se dijo que la enfermedad que atacaba a los avilesinos era la gripe. La noticia parecía más blanda, pero no consoló a una ciudad que, en el otoño de 1918, había recibido la visita de la injustamente llamada “gripe española”, que llegó a afectar, de diversas formas, a 2.500 avilesinos. Su macabro recuerdo aún estaba fresco. Más aún cuando lo que publicaba la prensa regional es que en Avilés había unas trescientas personas atacadas por la gripe. Eso lo escribía el gijonés “El Noroeste” del día 15, citando como fuente al Inspector Provincial de Sanidad que, a su vez, habría recibido la información del alcalde de Avilés.
Se desmintió. Las autoridades de Avilés salieron al paso. Convocaron al Inspector Provincial de Sanidad, que vino a la villa a visitar a varios enfermos para, decían, no encontrar otra manifestación que la de una gripe corriente, sin especial gravedad. En el Instituto Provincial de Higiene se le hizo un análisis bacteriológico a  una muestra de agua procedente del domicilio de un enfermo para concluir, se dijo, que no había ni rastro del bacilo tífico. Se repitió, una vez más, que sólo era gripe, y en proporciones normales, teniendo en cuenta que la enfermedad se extendía por España y el extranjero esos mismos días. Nada de tifus, campañas alarmistas. Pero entre la gente, sobre todo entre los enfermos y sus familias, precisamente empezaba a cundir la alarma.
La gripe, que en efecto era epidemia mundial aquellos días, comenzaba a remitir, pero algunos enfermos presentaban cuadros más complejos. Se sospechaba de algo más y se enviaron nuevas muestras de agua y de sangre de los enfermos para ser analizadas en el Instituto Provincial de Higiene. Allí, en aquellas muestras de sangre, ya se localizó el bacilo tífico.
Cuando finalizaba el mes la alarma era ya pánico y el mismísimo alcalde, Valentín Alonso, hubo de dictar un bando, el día 26, negando el tifus una vez más y prometiendo mano dura a cuantos sostuvieran lo contrario: “contra algunas personas que se dedican a esparcir rumores alarmistas sobre el estado sanitario de la localidad, bien exagerando el número de enfermos y defunciones, bien atribuyendo éstas a dolencias que con aquéllas no guardan relación alguna”.
Gastó mucho esfuerzo el alcalde asegurando que los niveles de mortalidad, por cualquier clase de enfermedades, eran normales en Avilés. Su obligación era que el pueblo gozase de calma, pero esa empresa ya era casi imposible.


MISA DE VARIETÉS

La Fornarina, ascendiendo sobre la publicidad de ferias del Iris en 1915. Infografía de Miguel De la Madrid.

         Pasaban treinta minutos de las once, el dieciocho de julio de 1915, cuando moría Consuelo Vello Cano. Tal vez este nombre deje indiferente a la mayoría de la parroquia, pero fue el que le pusieron en la pila a “La Fornarina”, uno de los  primeros mitos eróticos del universo del espectáculo en España. Una cupletista pionera en el oficio de cantar en solitario, subida a las tablas para sublevar al personal. Ella abrió un largo camino que fueron recorriendo nombres muy variados y muy conocidos, desde Raquel Meller a Imperio Argentina, de Concha Piquer a Sara Montiel, de Marisol a Rocío Jurado.
            La noticia de su muerte asoló los ambientes de la farándula, pero también hizo mella en el público en general. Ese culto y distinguido público al que la cantante tantas veces se había dirigido para recibir su encendido aplauso. Se trataba de una estrella, de una de las primeras que podían lucir tal nombre. Y esto es mucho decir, pues, en 1915, el estrellato como sistema de promoción artística no estaba inventado ni en Hollywood (que aún estaba por inventar con todas las de la ley).
            En los lugares por los que había actuado Fornarina era recordada. Se recordaban sus canciones, sus vestidos y su belleza. Moría joven, y eso hace mucho, pero había vivido intensamente y dejaba larga estela.
            Ese rastro llegaba hasta Avilés, donde su fama precedió a esta cantante. Consuelo había llegado a Asturias en 1906, a cantar en el café Madrid de Oviedo y luego a hacer bulto, cuanto más bulto mejor, en un festival taurino en la plaza de Buenavista. Aún no tenía mucho recorrido. Hacía sólo cuatro años que había iniciado su carrera artística actuando como vicetiple de zarzuela con un insignificante papel enEl Pachá Bum Bum” y en Asturias digamos que no causó sensación.
            Poco tiempo después empezó a ser conocida en toda España y sus hazañas también llegaron hasta aquí. A medio camino entre la verdad y leyenda, entre el montaje publicitario primerizo y la realidad, se hablaba en Avilés de su atrevimiento en el escenario, de sus “toilettes” y sus “deshabillés” y, por no entrar en más detalles, circuló por los alrededores una noticia que incendió los telégrafos y que, supuestamente, tenía su origen en Murcia. Según la escandalosa información, ese mismo año de 1906, en noviembre, se leería un edicto episcopal en todas las parroquias pidiendo la excomunión para la Fornaria, con el argumento de que cantaba cuplés demasiado atrevidos. La prensa clerical, siempre según esas informaciones, pedía que se apedreara a la cantante en cuanto asomara por el escenario y ella, a riesgo de desórdenes, debía ser protegida en sus actuaciones por la guardia civil.
            Como puede verse, antes de soltar su primer gorgorito en la villa del Adelantado, la Fornaria era la encarnación canora de Lucifer. Lejos de la moral, las buenas costumbres y los ejemplos edificantes. Mejor no acercarse a ella. Se desconocía su arte y se la situaba en lo peor de las varietés, de ese género que, heredero del teatro sicalíptico, inundaba teatritos y barracones con señoras que más que voz tenían anchas caderas, redondas anatomías y ganas de mostrar lo prohibido para levantar en armas al personal. Estaban dirigidas más que por agentes artísticos, por traficantes de carne. Vamos, lo que venía siendo el género ínfimo.
            Y es cierto que el mundo de la prostitución no siempre estuvo lejos de estas estrellas. El ambiente donde ejercían su profesión estas cantantes no era siempre el más saludable moralmente hablando. En un momento de indefensión social y legal de la mujer, era una profesión desempeñada sólo por mujeres y controlada sólo por hombres, en la que sus protagonistas procedían normalmente de los sectores más bajos del espectro social, y en él desarrollaban su trabajo. Además, esos escenarios eran locales confusos, barracas con mucha frecuencia, a precios baratos y en condiciones poco exigentes.
            En ese mundo la Fornarina no fue una excepción. Madrileña, hija de guardia civil gallego y lavandera toledana, con una infancia y adolescencias muy duras. Un tiempo en el que, después de viajar muchas veces al Manzanares para blanquear la ropa ajena, acabó recalando a la Plaza Mayor, donde cambió las mojaduras y los sabañones por otro oficio mucho más viejo que la hizo detenerse en más de una esquina y que la llevó a trabajar en un taller de modistillas que no era tal cosa. Y era otra la colada que tenía que colgar.
            Pero, en poco tiempo y con mucha suerte, se demostró que Consuelo valía para esto del artisteo. Y eligió muy bien los peldaños que fue pisando en su carrera, de modo que, cuando en la segunda década del siglo XX, las llamadas “variedades selectas” empezaron a despegarse del “arte frívolo”. Fornarina estaba allí, con Raquel Meller y La Goya, para borrar su pasado y empezar a ser estrella y artista. Ellas sabían cantar, dominaban la escena, recibían buenas críticas. La estrella de barracón había muerto. Su pasado se había borrado. Había nacido otra estrella, culta y decente. De verdad.
            Y fue precisamente entonces cuando se presentó por vez primera en Avilés. En esos años entre 1911 y 1914 en los que, por toda Asturias, se paseó como una gran artista. Ella y su arte fueron respetados desde la primera vez que se subió a un escenario avilesino. Por eso, cuando llegó la noticia de su muerte, a todos tomó por sorpresa. Y más que a nadie a la empresa del pabellón Iris, para quien la cupletista había sido un gran negocio: lo más sagrado. Así quiso que se la recordara.
            Los empresarios del pabellón, aprovechando su proximidad a la nueva iglesia de Sabugo, programaron para el 27 de julio de 1915 nada menos que una misa de Requiem por el alma de la Fornarina. La empresa hizo publicidad del acontecimiento como si se tratara de uno más de los grandes “sucesos” que se subían a su afamado palco escénico. Invitó al acto “a todas las personas piadosas y público en general” y, por si no fuera suficiente reclamo el acontecimiento, decidió hermosearlo con la mismísima orquestina del Iris, la misma que acompañaba a tantas cupletistas, interpretando, en esta ocasión, “durante el sacrificio de la misa, escogidos trozos de música religiosa”. ¿Habrá existido en parte alguna, alguna vez, una misa “de varietés” como ésta?
            Sin duda fue una maniobra osada. No todos estaban en disposición de entender como, a quien no hacía mucho le colgaban los sambenitos más nefastos y escandalosos para la fe y las buenas costumbres, se le dispensaran ahora exequias de gente formal y aún muy piadosa. Que, en misa tan “arrevistada”, se rezara por el descanso eterno y se despidiera para la eternidad a aquella mujer motejada como novia de Satán en las mismas calles muy poco tiempo antes. Y hubo protestas.
            Algunos avilesinos se escandalizaron de que se dedicaran en la villa plegarias a la más famosa de las cupletistas, se recordó su vida pecadora, lo peor de sus andanzas. Nada valía para redimir a tan malvada mujer. Pero hasta eso tuvo respuesta. Se recordó a los protestones que la caridad y la misericordia eran virtudes cristinas, que nadie estaba libre de culpa a la hora de rendir cuentas y que Fornarina supo morir muy bien: besando la imagen de Cristo y dejando en el testamento, además de 80.000 duros, su deseo de ser amortajada con el hábito de la Soledad. ¡Cómo no iba a celebrarse una misa en Sabugo!
            En medio de ese lance, Consuelo Vello se fue al cielo de las cupletistas, acompañada por las cristianas honras fúnebres de la compañía del Iris, un pabellón que, esos mismos días, cerraba para pintar y hacer arreglos con vistas a la temporada de ferias. Entonces se estrenó la serie de películas de Rocambole y actuaron nada menos que Margaritu Xirgu, Raquel Meller y la Argentinita.
            Show must go on.



CON LA MÚSICA A OTRA PARTE

Infografía de Miguel De la Madrid sobre tarjeta postal.



Cuando se dispersó el humo del vapor, con el último bufido de la locomotora, apareció ante los ojos de la expedición avilesina la estación del Norte. Estaban en Madrid. Como quien sale de la máquina del tiempo, pero era la máquina del tren. Y aquello era una fiesta.
Se había preparado un recibimiento con el Orfeón España y representaciones de sociedades, en especial del Centro Asturiano. Muchos paisanos sobre el andén. La Asociación Coral Avilesina bajaba de ese tren para, al día siguiente, 5 de mayo de 1906, ofrecer en el Teatro de la Princesa lo que en los periódicos del Foro llamaban “Fiesta Asturiana”, unos y “Asturias en Madrid”, otros.
Un bolo de importancia para una institución como La Coral. Irse a la capital de España a demostrar sus dotes artísticas y hacerlo con buen pie, pues nada más ponerlo en el andén ya se veía que la cosa estaba “a favor de obra”. Hacía tiempo que el Centro Asturiano de Madrid venía preparando tanto despliegue de bienvenida, lo venía propagando, moviendo a la colonia y soltando noticias por los periódicos, que prepararon un ambiente muy propicio y engrasaron la reserva de entradas en los propios locales del Centro. En Calle Clavel número 2, daban razón.
Para comprender tanto aparato y tanto entusiasmo tenemos que entender lo que suponían los coros a principios del siglo XX. Eran una representación de la ciudad a la que pertenecían. Viajaban a lugares lejanos llevándola consigo como pequeña embajada y, al volver de una competición musical, eran recibidos como héroes en la misma estación, recorrían las calles del pueblo y luego eran llevados a los sitios más sagrados, donde las autoridades les rendían honores. Entonces esos lugares aún les pertenecían. Años después serían desplazados por los equipos de fútbol, con el mismo cometido, pero mayor capacidad de representación, que se tradujo pronto en mucho mayor aparato y parafernalia. Hasta hoy.
A Madrid se iba a otra cosa. A cantar y a triunfar en un teatro postinero. Porque todo sucedió en El teatro de la Princesa, dedicado a la primogénita de Alfonso XII, María de las Mercedes de Borbón y Austria. El edificio, construido a expensas de Don Alfonso Osorio de Moscoso, duque de Terranova y marqués de Monasterio, había abierto sus puertas el 15 de octubre de 1885. La sala dio que hablar desde el primer día. Su situación les pareció tan lejana del centro a los madrileños que decían de él que era el teatro de provincias más cercano a Madrid. Eso, hoy, parece todavía más burla que entonces, pues este coliseo principesco desde 1929 dedicado a la actriz María Guerrero, está tan cerca de Recoletos o de Chueca, que puede hacer pensar en las dimensiones de aquel Madrid que acogió a La Coral. No se olviden  que con ella viajábamos.
Y al teatro hemos de entrar. Como en los días de estreno. Bullicio en los pasillos, la colonia asturiana acudiendo al llamado del Centro de Madrid y personajes notables que se asomaban a los palcos. Todos los representantes de los viejos poderes, y alguno de los nuevos que ya se iban abriendo paso en Avilés: los marqueses de Teverga, José Manuel Pedregal, Crescente García San Miguel, General Suárez Inclán y Eladio San Miguel. Miraban a la escena y al lugar de la presidencia donde estaba nada menos que la Infanta Isabel de Borbón. Gran expectación y arriba el telón.
 Abrió el espectáculo la “Suite asturiana”, interpretada por la orquesta de la Sociedad de Conciertos, la lectura de Marcos del Torniello de una composición en bable y un popurrí de aires de la tierra. Entonces salió La Coral, a cantar. A exhibir ochenta voces, ochenta, a las órdenes de Enrique del Valle.
La cosa dio para más. José Benigno García o, si lo prefieren, Marcos del Torniello, ese poeta de casa que acostumbraba a sacar arrugados versos de la chaqueta, iba a presentar lo que entonces dieron en llamar “el boceto de costumbres asturianas ‘La Esfoyeta”. Decían de la obra que estaba tomada del natural, que era un trozo de la vida de esa Asturias que en Madrid veían al otro lado de unos lejanos montes. Y gustó. Precisión no debió faltar, pues el propio Marcos del Torniello se incorporó al elenco de actores, al lado de María Cabo, Rosa Méndez, Delfina Robés, e Ignacio y Leoncio Pérez.
 Fue entonces cuando sonó “Asturianas”, composición para tiple y tenor con acompañamiento de orquesta, obra de Heliodoro González. Fue muy celebrada en el teatro y entre los críticos de aquella velada a los que les pareció que había sabido trasladar al pentagrama la tierna melancolía de los cantos regionales. Y faltaba el fin de fiesta que puso Benjamín Orbón. Recriado como músico en Madrid, entonces ya empezaba a tener gran estima como pianista, antes de su definitiva consagración americana. Para la ocasión interpretó un concierto de Listz que llevó el delirio a los palcos.
Quedó un bis para el día siguiente. Los salones del Centro Asturiano sirvieron de auditorio para que la Coral interpretara tres popurrís de aire asturiano: “La Alborada” de Veiga, “El adiós del recluta” y “La Aurora” de Raventós. Allí mismo el tenor Ángel Álvarez se atrevió a interpretar una romanza de “Marina” y el aria ¡Oh Paradiso!”, dejando a la concurrencia preparada para un final con la rapsodia en bable de Marcos del Torniello. El triunfo fue completo, tanto como para cerrar el viaje con una visita a la residencia de la Infanta Isabel, que dio lustre regio a la despedida de coristas y músicos avilesinos.
Así que la expedición avilesina retornó con un recuerdo imborrable, satisfecha de aquel histórico viaje a la Corte. Pero la historia no acabó ahí. La Coral estaba acostumbrada a los lauros, pero también estaba hecha a la pelea. Entre bastidores, tras la patas, entre cajas y  mucho más allá de la concha del apuntador de estos teatros, se ocultaba el verdadero fantasma, localista y provinciano, que amenazaba el éxito del evento.
Por su ya comentada capacidad de representación y de movilización, los coros siempre eran algo más que grupos de cantantes a la orden de un director. Fueron también exponente de las luchas políticas que se vivieron a principios de siglo, luchas a las que no fueron ajenos los coros de Avilés, siempre aprovechados por unos u otros para que les dieran lustre y visibilidad social.
Y esas luchas se reprodujeron tras el viaje en la persona de su organizador, el ya muy conocido en esta páginas, Julián Orbón. El viaje arrojó un déficit de cinco mil pesetas que Orbón imaginó, al montar la expedición, cubrirían “algunos entusiastas hijos de Avilés que tienen su residencia de invierno en la villa y corte”. A ellos fue, personalmente, a pedir equilibrio para el presupuesto. Sin éxito entre la gente linajuda, que supo aplaudir desde los palcos, pero que no estaba preparada para pagar una entrada tan cara. El problema sólo se solucionó cuando Ramón López, copropietario del café Colón, acabó asumiendo la factura.  
Así fue como, un rotundo triunfo, se trocó en el más sonado fracaso para su promotor. En Avilés el viaje fue tratado como escándalo, fijándose precisamente en ese desfase económico y señalando a Julián Orbón como el principal responsable de no muy claros manejos. Su suerte cambió. Ese mismo año dejó de estar al frente de la Coral, de la secretaría de la Extensión Universitaria y de sus apreciadas Comisiones de Festejos. Sólo le quedaba, una vez más, una retirada estratégica. No mucho después volvió a La Habana.
En esa ocasión la Coral se fue con la música a otra parte y triunfó, pero el retorno al hogar no sonó bien. Sobre todo para Julián Orbón, que tuvo que marchar a otra parte, a Cuba y en vapor. Como en una habanera.

EL REY DE LOS OTROS

Amadeo I apuntalando su infortunio en la calle marqués de Teverga (Infografía de Miguel De la Madrid). 

          Un coronel abría paso a la comitiva de Amadeo de Saboya. Iba desde el muelle hasta un lanchón camino de Arnao por una pasarela de lujo, orlada por pasamanos de ripias envueltas en percalina de color. Se afirmó en el enclenque pasamanos que cedió llevándose con él al agua la mano del coronel y, detrás de ella, todo su cuerpo. Lo sacaron sin sable, confundido para siempre entre las navajas de la basa en un desigual duelo de armas blancas, y con un aspecto no precisamente de gran gala. Era, cómo decirlo, una especie de mariscador de Estado Mayor.
            Qué mal augurio. El terreno fangoso de la ría de Avilés era el mismo terreno, incierto y movedizo, que había pisado aquella visita de un rey nuevo. Nuevo él y nueva la dinastía que con él empezaba para disgusto de la vieja aristocracia. La única diferencia entre el barro de la ría y el de la política de entonces es que en el primero aún se podía mariscar. En el otro se había cerrado la veda por exceso de toxinas y sobredosis de detritus. Y aún no había llegado el siglo XX.
Aquel 15 agosto de 1872 fue el momento simbólico que escogieron los dueños de Avilés para escenificar su ruptura en dos bandos irreconciliables. Que se odiaban, que llevaban años insultándose en la calle y en los primeros papeles y que, sobre todo, tenían intereses ocultos que tocaban la cartera, y eso era sagrado. De ella no se hablaba, se mentaban santos principios, defensas de libertades viejas, traiciones y batallas de añejo recuerdo. El humo de los cañones y el honor de los abuelos. La ideología disfrazaba las cosas, pero despistaba sólo lo justo. Luego vino lo del tren y los garrotes.
Por una parte estaba la aristocracia vieja. El bando de los de Ferrera, con título de marqués, que se mantenían fieles a su razón de ser, la monarquía. Para ellos no había más reyes que los de la casa de Borbón. La tradición. Pero el poder se iba repartiendo. José García San Miguel era uno de los cinco mayores comerciantes de Asturias, gran propietario y viejo traficante de emigrantes a Cuba. Sus iguales se agruparon en torno a la causa democrática con la euforia que le dieron los combates en la revolución de septiembre de 1868, La Gloriosa. Sus duros fueron pavimento para la larga carrera política de su hijo Julián. Venía con los nuevos pero, cuando hizo falta, no dudó en echar mano de la vieja política y de las viejas mañas caciquiles para perpetuarse en el poder. Eran equilibristas de los tiempos. Querían un cambio de las cosas, pero no tan radical como para que se llevase por delante sus muchos intereses y negocios. Como buenos profesionales, trabajaban con red.
Ese grupo nacía de la revolución que había apartado a Isabel II, la reina que se bañara en Gijón y bajara a la mina de Arnao. Julián García San Miguel consiguió su primera acta de diputado en las filas del progresismo radical, derrotando en 1869 al duque de Montpensier, candidato al trono de España. Un aval, aventado por España entera, más que sólido como para pasearse por la política de este distrito. Eran años de una extraordinaria inestabilidad. Ese tiempo que intentó clausurar Juan Prim buscando por Europa un rey. Lo encontró en Italia, en el hijo de Víctor Manuel II. Un rey distinto, constitucional, tal vez demasiado moderno para la España de los garrotes: Amadeo de Saboya.
Fue Amadeo I una especie de maletilla enfrentado a un Miura con una servilleta a cuadros. Se tiró de espontáneo en una plaza muy difícil y debió lidiar con el avispero nacional. Las viejas Españas. Sus viejos valedores y sus viejas pendencias dinásticas. La peor ganadería. De ese “ganao” que no respeta ni a los maestros.
Los carlistas en pie de guerra, los alfonsinos, al acecho, la Iglesia a la contra y, para colmo, el único pilar en el que se iba a asentar la nueva dinastía, el general progresista Prim, era asesinado justo antes de la llegada del nuevo monarca en un atentado del que aún hoy se habla y se cavila, tan confuso como el futuro de Amadeo. Un reinado que moría antes de nacer, emboscado como Prim en la calle del Turco.
Con el general moría el inventor que sostenía la probeta de la nueva mezcla. Detrás del humo que salía de aquel invento ya sólo se veía la cara asustada y borrosa del monarca, que tenía problemas hasta para entender el idioma de sus nuevos súbditos, algunos de los cuales no querían entenderse con él ni por señas.
Agítese todo eso y viértase sobre el Avilés de entonces en el momento que aquel desafortunado coronel se sacudía el barro de la guerrera. Los bandos del pueblo no pudieron escoger mejor notario que el rey para dar fe pública de tan profunda división. Para que su pelea tuviese árbitro, sin importarles que a ese custodio del reglamento le saltase a la cara la sangre de los estacazos.
Aquel viaje fue un vía crucis. Lo venía siendo desde Santander, Santoña, Bilbao y San Sebastián. Lo fue en Gijón y en Oviedo, donde sólo las bandas dieron realce a la comitiva que era recibida en las calles como si de un funeral se tratase. Avilés, desvío necesario por ser feudo del ya diputado Julián García San Miguel, era la esperanza. Pero no resultó más que otra estación de penitencia a la que el rey llegó desde la capital del Principado. De poco sirvieron los cánticos de los voluntarios de la libertad (que luego recibieron la Cruz de Isabel la Católica). De menos aún los protocolos y algunas demostraciones callejeras. No hubo bombas, ni cohetes, ni arcos de triunfo, ni repique de campanas. La visita fue un rosario de desprecios a quien era rey de España. Fue tratado como un intruso, con grosería, con la violencia que los tiempos iban dejando en este pueblo. Con el deseo de que aquel Amadeo “primero” fuese el último.
La antigua aristocracia miraba tras los visillos del desdén cómo el de Saboya atravesaba Avilés. No se abrieron los viejos palacios. No se abrieron las iglesias viejas. Los del bando de los "Sanmigueles" sólo consiguieron abrir la capilla de El Carbayedo, que no estaba custodiada por un cura, para que el rey pudiera rezar al Cristo del barrio alto. Durante años tan sencillo gesto fue recordado como un triunfo, como si así hubieran roto el sitio de la vieja nobleza que tampoco abrió las puertas del palacio de Ferrera. Fue la nueva burguesía quien dio acomodo al nuevo rey en casa de José García San Miguel. Nuevos ricos, nuevas reglas.
Desde entonces la aristocracia de siempre guardó aquel recuerdo como un mal sueño. Era el rey de los otros. El nuevo poder subía a Amadeo I a los altares de la democracia y José García San Miguel, el rico hospitalario, transformó su casa en palacio. De casa comercial a sede de un marquesado; el de Teverga. Lo había ganado en buena lid por la fidelidad a tan breve rey. Y tenía todo el dinero para defenderlo en la nueva política que se estaba adueñando ya de Avilés. La casa de Teverga iba ser, en los años venideros, el lugar desde el que se iban a tomar las decisiones que luego sancionaría la casa de la Plaza de la Constitución. Una era el cuartel y otra era el parlamento, moradas separadas, pero poderes juntos. Todos en sus manos.
Y así estaban los bandos en formación. Uno frente al otro. Marqueses contra marqueses. Aristocracia vieja contra aristocracia nueva. Sangre azul contra la roja sangre de La Gloriosa, teñida desde entonces para la ocasión. División para siempre.
El 10 de febrero de 1873 Amadeo I cayó sin demasiada resistencia y, con él, la monarquía, al día siguiente. Había llegado la República. La Primera. También fue muy breve. En la madrugada del 3 de enero de 1874 el general Pavía entraba en las Cortes al frente de una fuerza de guardias civiles para disolverlas por la fuerza y acabar con ellas.

Qué mal augurio, el de aquel coronel.

CAMINO SORIA

Infografía de Miguel De la Madrid sobre “El Campeón”de Nicolás Soria, 1910 (foto B. Lebrato).


En 1890, cuando era sólo cuestión de “sportmen” de engomados bigotes y velocípedos de alturas mareantes, el ciclismo ya existía como deporte en Avilés. Ese año se celebraban pruebas en el velódromo de Las Meanas, una pista difícil, de 200 metros sin peralte, entre los almacenes de Oria y la panadería La Ceres. El mismo año en que comienza el camino de Soria que, además de capital castellana y canción de Gabinete Caligari, es apellido de una reputada familia avilesina. Un camino, el de Soria, de muchos kilómetros y muchas pedaladas.
Manuel Soria, que a ese Soria me estoy refiriendo, tendría unos quince años cuando todo comenzó en serio. Era 1905. Tiempos ya del velódromo de El Carnero, cuando la práctica del ciclismo se extendía a gran velocidad por toda España, a solo una década del nacimiento de la Unión Velocipédica Española. El chaval le daba bien a los pedales, pero siempre en máquina ajena. Su padre no se creía que aquello iba en serio y necesitó de mucha persuasión para aflojar los cuartos necesarios para comprarle una bicicleta.
No piensen ustedes que se trataba de un asunto de tacañería. Había que verle muy clara la utilidad a la inversión pues, entonces, una máquina de freno contrapedal y rueda libre, costaba entre 135 y 250 pesetas. Además, en familia de pintores y melómanos, se creía que el chaval valía para más altas empresas. Lo del "corpore sano" estaba muy bien, además era un corpore muy agradecido éste, que demostraba progresos constantes en el deporte del pedal. Pero pesaba más lo de la "mens sana". Manuel Soria ya había conseguido, por ejemplo, el premio extraordinario de Pintura y Decoración en la Escuela de Artes y Oficios de Avilés. Vamos, que era un parto aprovechado. Aplicado en todas las vertientes de las destrezas y el conocimiento. Siempre le acompañó esa doble vida y en ambos lados lució con brilló singular.
A los 19 años participaba en su primera carrera de verdad. Los Campos-Alto La Miranda y vuelta. Veinticinco kilómetros. Soria, que llegó segundo al Alto, se lanzó a tumba abierta en la bajada dejando atrás a todos sus rivales. Y no eran de corta talla. Hablamos de Basilio Norniella, Juan Meana o los hermanos Cuesta, de Gijón. Palabras mayores. Marceliano y, sobre todo Jesús, además de afamados ciclistas, fueron fabricantes de bicicletas. Su marca CUESTA, fundada en 1901, facturaba un tipo de máquina muy especial, adaptada a las carreteras asturianas, que pronto se hizo famosa en toda España. Eran fabricantes y deportistas, estaban en buena forma y conocían todos los secretos de la máquina que, además, era suya, en todos los sentidos.
Carreteras sin asfalto, atravesadas por anchurosos lodazales que los ciclistas vadearon primero con ruedas macizas y luego con aquellos tubulares de repuesto cruzados sobre pecho y espalda como las cananas de un soldado de Pancho Villa. Era una gran aventura. Todo posible. Carreras cortas, de fiesta mayor, o muy largas, aquellas en las que, si no se estaba atento, los ciclistas podían llegar a la anochecida, sin luz en la calle ni en las carreteras, negros por el polvo y por el esfuerzo, zombis rodantes que aparecían de pronto entre las sombras de la noche como mineros después de faena, con rostros esculpidos por el cansancio, el sudor y la porquería.
Y no se vayan a creer que tanto riesgo se hacía a cambio premios generosos. En aquella carrera de La Miranda, Soria, tras 58 minutos y 45 segundos de enorme esfuerzo, ganó una medalla de oro y dos cámaras de bicicleta. Aún la fama y las otras cámaras, las de fotos, estaban lejos, muy lejos de hacer subir la cotización de los como nunca "esforzados de la ruta".
La miseria de las carreteras hizo proliferar los velódromos. Y con ellos un tipo de ciclista más fino, mejor entrenado, más técnico y, en algunos casos, más potente y explosivo para la velocidad. Esos lugares fueron el elemento natural de Manuel Soria. Elegantes tribunas festivas en las que se agolpaba la mejor sociedad para ver a los ciclistas. Fue Campeón de Galicia-Asturias-Santander en pista y segundo en el Campeonato de España de velocidad en 1909. Al año siguiente fue invitado por la casa Alcion, prestigiosa fabricante de bicicletas, para participar en el Campeonato de España de profesionales, que se celebraría en Barcelona. Otro segundo puesto. En este caso corría contra rivales de un prestigio que ha vencido a los años como Durán y El Cojo de Bilbao. Más nombres de un muy antiguo Olimpo.
Aunque el mundo del ciclismo no era el de ahora, las pruebas menudeaban y en Asturias la vieja afición a las dos ruedas empezaba a notarse en organizaciones de postín, como la que le correspondió a Avilés ya en 1910: los campeonatos de España de velocidad y fondo tras moto en pista. En tal ambiente Soria pudo seguir haciendo camino. Contratándose fuera de Asturias, incluso en carreras internacionales. Pero su pueblo tiraba, y su familia mucho más. Así que volvió a casa para seguir estudiando, corriendo y triunfando. En 1910 participó en la Semana Deportiva de Oviedo, reclamo para nuevos campeones como los vascos Vicente Blanco, Lorenzo Oca, Feliciano Echevarría o Elizalde. Ganó en seis de las nueve carreras disputadas. En las otras tres fue segundo.
Ya era famoso. Temible en pista en competiciones de medio fondo a 60 vueltas. Era un especialista y el hombre al que debían marcar todos los corredores. La fama de Soria llegaba lejos.
Se esperaba de él una carrera profesional larga, su proyección parecía segura, pero ocurrió lo inesperado en septiembre de 1910. Fue Mieres el lugar de los hechos, sitio adonde Soria había acudido para disputar una carrera. Los chiquillos le seguían por la calle cuando salía a entrenar, tenía tratamiento de figura local y en esa calidad fue invitado. Respondió pronto a las mejores expectativas escapándose en compañía de Sela, un corredor de la tierra y buen amigo suyo. Por aquello de que corría en casa, Sela, que llevaba buenas piernas, decidió lucirse y probó las de Soria. Demarró y le metió unos metros, parecía que le iba a caer una minutada. Sela movía gran desarrollo sin dificultad, iba muy rápido, pero demasiado confiado para las carreteras (o como se llamaran) de la época. En un despiste se fue al suelo, con tal mala fortuna que su cuerpo se estampó contra un guardacantón. Muerto en el acto.
Ese riesgo siempre estaba presente. Los ciclistas sabían que la muerte podía acechar en cada curva, detrás de cada derrape, a la vuelta de cualquier despiste. Pero cuando La Parca le mira a uno a los ojos es muy difícil mantenerle la mirada. Soria sintió aquello como si la caída hubiese sido propia. Un impacto profundo, una impresión de la que no se repuso jamás. En aquel mismo instante dejó la carrera, la de Mieres y la de ciclista. Se bajó de la bici de competición para siempre. Intentaron convencerlo, pero no hubo manera.
Su vida empezó entonces a cubrir las etapas de aquella otra carrera en la que, por familia y condición, también era consumado especialista. Al poco de colgar los tubulares, en 1912, comenzó su labor docente como profesor de Dibujo en la Escuela de Artes y Oficios. Lo mismo hizo, desde  1928, en el Instituto Carreño Miranda y más tarde en la Escuela de Maestría Industrial y el Colegio San Fernando. Murió, sin dejar Avilés, en 1967.

Allí acabó el camino de Manuel Soria. Fue muy corto en el ciclismo. Se marchó para siempre mostrando su dorsal polvoriento a tantos aficionados que jamás pudieron volver a gritar su nombre en las cunetas. Pero, también para siempre, quedará la imagen con la que lo inmortalizó su hermano y gran pintor Nicolás: agarrado a la bicicleta, el jersey deportivo de la Casa San Román de Barcelona sangrando en el pecho por el lugar donde lo cubría la roja estrella de “El Campeón”.