PLOMO VIEJO EN PLAZA NUEVA


Esquela publicada por El Diario de Avilés con infografía Miguel De la Madrid.


En mayo de 1910 el cometa Halley tenía anunciada una de sus visitas de órbita  periódica. De esas que hace a la Tierra para mostrar su cola cada 76 años aproximadamente. En esa ocasión la prensa se tomó muy en serio la noticia y, por los cuatro puntos cardinales, empezó a publicar informaciones sensacionalistas: sería el fin del mundo, traído por la cola del cometa ahíta de gas cianógeno. Un desastre cierto.
Los científicos desmintieron el peligro, pero no hubo manera. Los periódicos vendían más, y no sólo ellos, también los mercaderes de los souvenirs del apocalipsis (desde postales a cucharillas). Fue algo así como un viento de les castañes planetario, que alteró los ánimos mucho más allá de lo que acostumbra ese aire otoñal. Hasta hubo suicidios, o eso se decía. El mundo se había vuelto loco.
Esa enajenación mental transitoria y ecuménica hizo mella no sólo en la población sino también en la política española. Desde las últimas elecciones la tensión entre vencedores y vencidos era máxima. Mucha más en los viejos feudos electorales de  provincias. Tanta como para provocar algaradas y malos encuentros, donde no faltaron brillos de aceros y revólveres. Dos lugares del norte fueron noticia en toda España por los mismos días: Monforte en Lugo y Avilés en Asturias. En el pueblo gallego, además de insultos y carreras, el saldo de los incidentes fue sólo de una pierna rota. En Avilés la cosa llegó mucho más lejos.
Y venía de mucho antes. Durante dos décadas los liberales de José García San Miguel, el segundo marqués de Teverga, habían disfrutado de las mieles del poder en Avilés. Un poder como era entonces: caciquil, clientelar y muy eficaz, en una telaraña de intereses que llegaban desde Madrid al Cabo Peñas, dirigidos por la mano del Marqués, que había sido ministro del reino. Sus viñas estaban bien cuidadas aquí por Florentino Álvarez-Mesa, el viejo patriarca liberal. La patria chica gozaba de calma. Un alcalde para la eternidad de los intereses “sanmiguelistas”.
Aunque la cosa no llegó tan lejos. El día 21 de abril de 1907 demostró que no hay cosas eternas en este valle de lágrimas y eso, lágrimas, fue lo que reservó el destino a los viejos liberales, derrotados por un diputado nuevo, José Manuel Pedregal. Quienes pasan demasiados años en el poder acaban por creer que sólo puede ser suyo, como la ciudad que gobiernan. Siempre ha sido así.
No vieron venir el golpe. Y, si lo vieron, no se lo quisieron creer. Se durmieron en los laureles de los logros atribuidos al marqués. En el ferrocarril, en el nuevo puerto que, aquejado por problemas viejos, entraba, como toda la ciudad, en una crisis. Laureles de tantos años en que las cosas eran así y parecía que no serían de otra forma. Midieron mal al enemigo, por nuevo, por desconocido. Pero eso que ellos entendieron como debilidades eran sus fortalezas. Un proyecto distinto a la familia liberal, cuyos miembros se les iban repitiendo demasiado a los avilesinos. Llegaba el cambio y llegaba subido a la causa republicana que parecía nueva y saneada y acunado por mucho dinero para campañas de opinión. Mucho futuro por delante y ninguna factura que pagar por detrás.
            Con la victoria de Pedregal como diputado empezó un proceso que acabaría por desalojar a los liberales también del ayuntamiento. Tres años duró. Tres años de agonía sanmiguelista que bautizaron en su periódico, “El Diario de Avilés”, como “El contubernio”. Todos eran enemigos para el diario. Los republicanos, claro. Los conservadores, cómo no. Y también los malos liberales, que eran todos aquellos que no se alineaban en las filas de los de Teverga. Una tropa que cada día ganaba en efectivos. Demasiados efectivos.
            De todos se defendieron. Como fieras enjauladas, lanzando derrotes por todos lados. Debatiéndose, aculados en las tablas de su propio final. Hasta 1910. Ese año se perdió definitivamente el poder político. Y fue una desgracia que crispó el ambiente. Pero las desgracias nunca vienen solas, y menos en aquel terrible año.
En medio de la confusión de las noticias se pudo saber que, entre las dos y las tres de la madrugada del 16 de mayo, cinco personas salían del Círculo Liberal de Avilés. Eran Eduardo García, Carlos Morán, Manuel Menéndez, Joaquín Casariego y Virgilio Álvarez-Mesa, hijo, como se sabe, del antiguo alcalde Florentino Álvarez-Mesa, guardián de los intereses caciquiles del marqués de Teverga, presidente del comité Liberal y director del “Diario de Avilés”. Atravesaron la calle de La Florida y, al llegar al arco de La Plaza Nueva, se encontraron con otras cinco personas: Ricardo García, Pedro Mariño, Florentino Rodríguez y los hermanos Antonio y José Guardado. Todos serenos del ayuntamiento, el nuevo ayuntamiento republicano, afín a Pedregal.
Parecía una contienda pactada a fecha y lugar, como aquellas de las batallas antiguas. Un duelo en grupo con cita señalada: a las dos de la madrugada en el arco de la Plaza Nueva. Lo cierto es que se encontraron y que aquel duelo nocturno era la metáfora del combate que las fuerzas de la vieja y la nueva política tenían cada día a plena luz.
La noche hizo casi todo. Frente a frente, cinco por bando, estaban dispuestas las fuerzas de la discordia en Avilés. Los trasnochadores salían del Círculo Liberal, los vigilantes nocturnos estaban nombrados por la nueva autoridad republicana. Los  hechos fueron confusos. Una discusión, un intento de cacheo y los chuzos de los serenos que empiezan a volar cortando el aire de aquella húmeda noche. Ahí vinieron los insultos, los “redioses” y salieron las madres. Nadie sabe cómo, pero un revólver fue desnudado y una bala atravesó el pecho de Virgilio quien, huyendo mal herido por la calle de Cuba, llegó casi a las puertas de su casa, cayendo ya sin vida en Las Meanas sobre el puente que cruzaba el Tuluergo.
Venía de la nueva plaza que se había construido sobre la marisma para unir las dos partes del viejo Avilés, y fue a morir sobre el puente del río que simbolizaba la separación. Las dos ciudades que la política, como casi siempre, había enfrentado. Entonces hasta la sangre.
Nunca se esclareció el hecho. Era imposible. Más allá del suceso lo importante eran sus repercusiones políticas y de esas las fuerzas de la discordia sacaron tajada. El periódico del Marqués de Teverga contaba una terrible historia; la de un joven ejemplar que, habiendo concluido su trabajo, precisamente en El Diario, volvía a casa con unos amigos recogidos en el contiguo Círculo Liberal. Serenos apostados, revólveres cargados y una venganza planeada y consumada a sangre fría con chuzo y pistola. Hablaban de un terrible garrotazo en la cabeza y de una persecución cobarde hasta el parque del Retiro, en cuyos árboles quedaron incrustados los balazos, hasta cinco más, de los serenos. Hablaban de un liberal cazado a balazos como una alimaña por los esbirros de la venganza de Pedregal. De un padre al que asesinan asesinando a su hijo.
Al periódico de Pedregal le habían contado otra historia, historia oficial en este caso. La que el poder y sus cronistas siempre dan por buena. Hablaba de cinco jóvenes que, después de una larga noche y en mitad de un alboroto, se negaron a ser cacheados. Un cabo de serenos que llama refuerzos y un chuzo que, en defensa propia, acomete a Virgilio Álvarez-Mesa, portador de un revolver. Después,  confusión, carreras en todas direcciones y una bala perdida que nadie sabe quien disparó. Dos relatos que sólo coincidían en el pecho atravesado del hijo del exalcalde. Plomo viejo, de imprenta y de revolver, en la Plaza Nueva.
Dos días después pasó el cometa Halley. Y el mundo no se acabó. Salvo para el desgraciado Virgilio Mesa y la vieja política de los liberales de Avilés.


UNA NOCHE EN EL LICEO

Guantes y corbatas de lazo. Salvoconducto para entrar en los bailes elegantes del Liceo avilesino. Infografía: Miguel De la Madrid.

Los guantes, aunque no lo parezca, dicen mucho de sus dueños. Son una funda para ocultar las miserias del interior, ofreciendo un exterior brillante. Como la provinciana sociedad del siglo XIX, muy diferente por dentro y por fuera. En Avilés, sus instituciones mejor colocadas se distinguían por su enguantado apodo. El Ateneo era “la del guante negro”, el Casino “la del guante amarillo” y el Liceo “la del guante azul”.
Recojamos este último guante. La Desamortización dejó ruinas en La Merced y solares en San Bernardo. Parcelas edificables que, voraces, se repartieron los poderosos de Avilés en el mismo centro del primitivo corazón amurallado. Saliendo de la vieja cerca medieval en dirección a Grado, por aquella calle de La Canal, que en 1903 fue para el general Lucuce, un edificio alegraba los abandonados muros eclesiásticos de San Francisco. Era ese Liceo del amarillo guante.
No es que fuera una casa muy alegre, más bien lo contrario. Una fachada tristona, esponja de humedades de inviernos interminables, se encajaba entre los viejos muros del exconvento de San Francisco, medio arruinado por la Desamortización, y la casa de Policarpo Arias. Tal era el domicilio del Liceo, vecino de la ruina del viejo convento que acabó pasando por completo a manos municipales.
No mucho antes, a mediados del siglo XIX, los acontecimientos sociales y aún los espectáculos, no tenían más acomodo que algunas casas particulares, donde se recibía y, a veces, hasta se representaba. Por eso el Liceo sirvió para reunir a la mejor sociedad de Avilés, lugar para bailar e incluso, en esa tradición tan conocida y tan de aquí, lugar para aprender música. Academia con banda, coros y todo, por fusión entre la Academia Filarmónica y la Sociedad de Recreo y Confianza.
Si el lector está ahora paseando, en persona o con el pensamiento, por aquel lugar donde se encuentran hoy los “jardininos” de Álvarez Acebal, cierre los ojos y déjese envolver por una espiral de imágenes en blanco y negro, como en los musicales de Hollywood, verá que ese torbellino lo lleva en volandas a otro tiempo. Un viaje fugaz que lo lanza a la puerta de aquel edificio triste, tal y como debió estar hace más de siglo y medio. Sacúdase los pantalones, tiéntese la ropa toda, pues, para entrar ahí, ya debe usted vestir de etiqueta (esto viene con el viaje al pasado, no hay que pagar suplemento alguno). Frac y corbata blanca de lazo. Ya le decía que la cosa era en blanco y negro. Ahora, si es jueves, domingo o fiesta de guardar, ya puede confundirse entre los circunstantes y entrar en ese melancólico edificio.
El vestíbulo no desmiente a la fachada. A él se llega tras subir la escalera exterior. Es sombrío, ahumado por algunos quinqués de petróleo, aunque con un cierto tono alegre. Tono de oído. Hasta allí se filtra una música que parece venir de muy lejos. Escapa por las grietas de las paredes y de enormes puertas mal encajadas. Rebota por la estancia y, a la vez que confunde sus notas, se engrandece y hace pensar en que, allá al fondo, sucede algo que merece la pena. Usted ya puede pasar. No se apure si toda la sala se vuelve a mirar. Salvo en el baile de San Agustín los forasteros escasean. Los parroquianos se conocen de memoria y uno nuevo, aunque no sepan que viene del futuro, siempre extraña. Disimule. Atraviese el umbral hacia la sala principal. Allí la música se hace ola de repente y le moja la cara.
De lejos lo parecía. Y ahora no hay error posible: un vals de Johann Strauss. Y la noche empieza a acelerarse. La fiesta sitia al visitante, atrapado entre el girar incesante de las parejas que recorren el salón y la orquesta que toca a retaguardia, parapetada en lo alto de la gran estancia. Es como una tronera que defiende a los profesores. Sólo la música se atreve a asomar por esa mezcla entre grada y palco, cuya abertura está cercana al techo del local. Un local elegante. Se decía que de lo mejorcito de Asturias. No era, desde luego, lo que la fachada anunciaba. De buenas proporciones, con las paredes adornadas por pinturas de alegorías y capaz para ochocientas personas, que ya son gente, moviéndose sin cesar entre charlas, ponches y valseos a un lado y otro. Algún que otro rigodón, aunque no es lo más interpretado, ya que se suele sustituir por otras melodías como “Los lanceros”.
Son la mejor sociedad de Avilés. La mayoría parientes, que acuden con gran ceremonia, como si no se conocieran de nada, tirando de espalda, levantando barbillas y soportando estoicamente laceraciones de corsé. Vale la pena a cambio de la exhibición social. Por eso los bailes se inician a las ocho y media de la tarde y no van más allá de las doce. Nunca se sobrepasan estas medidas salvo en caso extraordinarios como el carnaval, donde es necesario dar mayor expansión a la chavalería disfrazada de asturiana o de “dominó”. Pero de ordinario eso no ocurre.
Es un baile al que deben acudir buenas  familias y familias enteras. Así no se alteran las costumbres ni el tono natural de las cosas y esas buenas familias pueden concurrir sin hacerse violencia alguna. No en vano hablamos de una sociedad que se denomina “de recreo y confianza”. Los artesanos no bailan allí, como mucho en las ocasiones y en otros locales improvisados, como los que se pertrechaban en el almacén de Policarpo Arias desde tiempos casi remotos. Los pobres, si demuestran serlo, pueden recibir enseñanza musical gratuita, pero el baile es otra cosa.
Aunque, dentro de la sala, no se le ocurra a usted gastar demasiadas confianzas. Abanicos que señalan, defienden miradas, tamborilean hombros, exhiben formas y también, de vez en cuando, abanican. Se golpean una y otra vez contra muy castos pechos protegidos por escotes italianos, de puntillas alençon y adornos en los que finalizan corpiños Estuardo. Y todo el baile repleto de miriñaques o polisones, según épocas. Guirnaldas de encaje y flores a la pompadour, sobrefaldas de raso, bouquets de rosas-thé, cabezas empolvadas, adornillos de brith, fantasías en complementos que unas veces son de tela y otras ricos aderezos en pulseras o gargantillas de muchos quilates. Al menos a ojo.
Mujeres hechas y muy derechas, elegantes damas que se mezclan con adolescentes de porte desconocido dentro de aquellos trajes. Mueven al aire brazos que dibujan arabescos, enfundados en guantes mousquetaire y cabezas muy firmes, a pesar de las vueltas sin cuento, decoradas con guirnaldas y peinados a la ya entonces vieja moda de los incroyables.
Mujeres que hablan, que sonríen con candor unas, con picardía otras, mientras lanzan miradas que taladran o comentarios que entierran. Adolescentes, ya presentadas en sociedad en alguna reunión del mismo Liceo, que cubren sus carnets de baile esperando no dejar hueco en toda la noche, como no sea para tomar aliento jugando a las prendas o a la “aduana” hasta que nace la madrugada.
Así vivía el Liceo. Haciendo acopio de recursos propios, con los que mantenía todas sus actividades, bailes, reuniones o conciertos y salvaba los muebles, que eran pertenencia de los socios, ya que el local, como se ha dicho, era propiedad del ayuntamiento. Institución esta última, que, dicho sea de paso, por entonces le pertenecía también a los dueños de los muebles. Todo quedaba en casa.

Así que, allá por el final de siglo XIX, varias instituciones competían en veladas interminables, festejos y acontecimientos. Todos en pugna por muy pocos señores. Cada uno con su color, cada uno con su guante, negro, azul o amarillo. Pero, claro está, en una competencia de guante blanco.

ADANES EN LAS DUNAS

Infografía de Miguel De la Madrid sobre fotograma de la película “Desnudismo”.

A finales del siglo XIX, cuando la playa empezó a inventarse como lugar para el recreo social, la zona que une Salinas y San Juan de Nieva era un extenso y orondo espacio arenoso, con dunas vivas necesitadas de domesticación desde hacía décadas. Un Espartal que no pensaba en bañistas.
La cosa llevó su tiempo, pues bañarse, lo que se dice bañarse, no era una costumbre muy querida por estos pagos. Ni por otros. En aquellos años no era difícil encontrar españoles que no se hubieran bañado en toda su vida. En una Asturias de pobreza singular, sin saneamientos ni agua corriente, en las casas populares se compartía vivienda con estiércoles y animales. El baño era algo desconocido.
Si el baño doméstico no era costumbre común mucho menos lo sería, en pueblos y ciudades que habían crecido de espaldas al mar, arriesgarse a las olas para un baño de placer que aún se estaba inventando. Arriesgarse entre espumas y algas, salvo algunos casos de juegos infantiles y adolescentes, era cosa extraña. Además, casi nadie sabía nadar.
Pocos se bañaban y, para los que practicaban tan saludable costumbre alejados de modas y de lugares postineros, nada extraño fue mostrar su cuerpo libre de ataduras, convenciones y de todo lo demás. En el principio, como si del Paraíso se tratara, los baños se habían tomado, toda la vida, en cueros. Los primeros y acorazados bañadores eran escasos y carísimos. Tirarse al agua no requería de más intendencia que un buen salto.
Todo esto lo recordaba Armando Palacio Valdés, cómo no, al vaciar su memoria avilesina. El escritor era uno más de aquellos niños que, en los meses calurosos, salían de la escuela directos hacia el viejo puente de San Sebastián e iban haciendo equilibrios, por el malecón de Las Huelgas, hasta encontrar un sitio a propósito para bañarse como Dios los había traído al mundo.
Así fue la costumbre inveterada de chiquillos de Avilés de bañarse en cueros en la ría y los muelles. Y no fue cosa rara en otros lugares, desde los más modestos y remotos hasta los más conocidos y principales. Se dice que en el Sena de París hasta 1830 no se prohibió un baño nudista que se venía practicando con naturalidad desde la Edad Media.
El tiempo pasó. El baño se difundió. Se fue haciendo más conocido y atrajo a un público más numeroso. La edad dejó de ser barrera y el baño dejó de ser travesura infantil. Vamos, que la cosa ya no era juego de niños y pasó a mayores. A los mayores de edad, quiero decir, pero, en no pocos casos, con el mismo formato y con la misma moda, una muy antigua: el traje de Adán. Y sonaron las alarmas.
 Por lo que a Avilés respecta, antes de concluir el siglo XIX no hubo más remedio que tomar cartas en el asunto. Así que, las Ordenanzas Municipales de 1884, se pusieron manos a la obra para evitar que, sin traje completo, nadie se bañara en marismas, ría o hasta doscientos metros de los muelles.
Pero sabido es que resulta muy difícil poner puertas al campo, mucho más cuando ese campo es un campo de arena que, tarde o temprano, se torna movediza, al menos para los asuntos de la sociedad. La playa tardó un tiempo en ser lugar de solaz y esparcimiento. Y en todo ese tiempo, el de los pioneros, el código de prácticas playeras no escritas fue cuajando muy lentamente.
La cosa sucedía por la parte de Salinas, usada aún de una manera casi silvestre y paradisíaca, en el sentido menos propicio al corte y confección. Cierto es que el nudismo no era práctica común, pero también lo es que la playa aún no estaba dotada de infraestructuras como balneario y casetas. Los bañistas de Salinas sólo necesitaban de una sábana sujeta a una mata de esparto para ocultar sus desnudeces. Luego, totalmente vestidos para el baño, se esperaban a la orilla para entrar todos cogidos de la mano confiando igualar fuerzas en su pelea contra las olas.
¿Todos? No. Otros pioneros pululaban por la arena. Los que no pertenecía a la colonia, los que no tenían casa, ni en propiedad ni de temporada, los que no venían de la Meseta sino de los alrededores. Aquellos que se daban un chapuzón y punto. Esos, siguieron haciéndolo sin complicarse la vida, para escándalo de los otros y hasta de la prensa que, a principios del siglo XX, publicaba sus nombres para escarnio y maldecir de familias y allegados en infamante listado del Diario de Avilés.
Pasaba más tiempo aún, la playa se asentaba y, con ella, las costumbres cambiaban. Cuando ya parecía estar controlado el baño de mar, nacía, con los felices veinte, el baño de sol. Empezó a valorarse el cuerpo tonificado y moreno que antes delataba un oficio manual. Ahora, lo contrario. Demostraba que el poseedor de tan cetrina epidermis no se ganaba la vida con el sudor de su frente, si no al revés, no tenía que ganársela. Es decir, tenía tiempo y dinero para irse de vacaciones cuando las vacaciones pagadas ni tan siquiera se habían inventado para los asalariados. Un cuerpo atlético y bronceado era la marca física del aire libre y de la playa; la estética de las vacaciones. Un nuevo lujo.
Una marca, desde luego, pero sin marcas. Exponerse a “Lorenzo” exigía hacerlo en determinadas condiciones, que no fuesen a confundirlo a uno con un “paleta”, con un “paleto” o con la gente de bronce. Nada de marcas de fesoria o de andamio. Decir eso y decir nudismo fue todo uno. ¡Qué peligro!
En todas las playas se acabaron acotando lugares para el baño de sol, generalmente los menos frecuentados, los que toda la vida habían sido, socialmente hablando, de segunda categoría. Cuando en Salinas aumentó el número de bañistas de sol se vio claro que necesitaban un lugar propio, que no pudo ser otro que la zona de El Espartal y San Juan.
Y, cuando todo parecía controlado, con los años treinta llegó el nudismo como práctica higiénica, naturista y beneficiosa. Lo que entonces se conoció, tomando el título de una película alemana estrenada en España en 1933, como “el desnudismo”. Éramos pocos…
Sí, todo al aire. Háganme caso. Los partidarios del credo naturista, con enorme arraigo en el Levante y Cataluña, sostenían que esa era la forma más saludable e incluso más moral, ya que es la ropa y no la desnudez, decían, la que despierta la concupiscencia. Se imponía la belleza y la pulcritud del cuerpo desprovisto de ropa, en contacto directo con la naturaleza y en comunión permanente con el astro rey.
Todo eso, traducido al lenguaje avilesino, supuso que la playa se zonificara según uso y públicos: una zona para el paseo de los mozos, más próxima a La Peñona, luego la zona de baños de mar, la de jugar al tenis, para quien supiese y tuviese raqueta, y, la más próxima al Espartal, para esos baños de sol en cueros. Aunque ninguna de tales precauciones evitase que algún que otro “naturista” debiese de aflojar el bolso para pagar una multa, perseguido por las autoridades, la moral y el reglamento de policía del puerto.
Todo se cortó de raíz con la llegada del nuevo Estado franquista.  En el verano de 1937, con una España medio en guerra, se dictó una severa Circular sobre normas prohibitivas de prácticas desnudistas, que fue el modelo utilizado por los alcaldes de las villas costeras para guardar la moralidad. Los trajes permitidos a partir de entonces serían aquellos que, para mujeres, fuesen completos, cubriendo espalda, pecho y costado, con faldellín hasta la rodilla; para hombres traje completo, cubriendo también espalda, pecho y costado y, sobre ése, un pantalón amplio de deportes. Sólo a los niños menores de cinco años les era permitido el nudismo o el uso de cualquier tipo de traje de baño.

Desde entonces las dunas de San Juan se convirtieron en territorio de asilo, en refugio y, a la vez, en campo de concentración para todos aquellos que quisieran mostrar su cuerpo desnudo, por costumbre, por placer o por ver lo que caía.

YA TENEMOS TELE

Infografía de Miguel De la Madrid a partir de publicidad de 1963.

        En muchos hogares de los años sesenta había un primo, un cuñado o un tío abuelo más “espabilao” de la cuenta. La cosa era peor cuando el “espabilao” resultaba ser el vecino del tercero, que bajaba en momento estratégico para coger sitio en salón ajeno justo antes del comienzo de “Galas del Sábado”, “Bonanza”, “Los invasores” o el imprescindible Festival de Eurovisión. Maldita la gracia que les hacía eso a los propietarios del tresillo de escay, del salón, y del televisor.
            Pero no adelantemos acontecimientos. Con tanta prisa por llegar al principio del programa me he saltado parte de esta historia, que empieza unos años antes, esos interminables días en que se decía, como en la canción, aquello de “la televisión pronto llegará”. Y fue verdad, pero no precisamente tan pronto. Esa canción de Lolita Garrido resultó una temprana premonición que dio la noticia nada menos que nueve años antes de que el invento del maligno se hiciese realidad en España. Era 1947 y aún se atravesaban los devastados años cuarenta. Por eso a la copla no se le sacó mucho partido, servidumbres de la vanguardia, aunque, en la década siguiente, todo se comprendió.
            La llegada de la televisión a España fue una carrera de fondo de inicio remoto, tanto como 1929, año en el que se recibieron imágenes fijas, vía belinógrafo, entre Madrid y Barcelona. Hubo más experimentos en los años treinta y cuarenta, siempre de la mano del ingeniero Joaquín Sánchez-Cordovés, pero se necesitaron años de más paz y menos hambre para un nacimiento definitivo. La autarquía retrasó la llegada de la televisión. En eso no fue distinta de otras muchas cosas. Hasta 1956 no se puede hablar de emisiones regulares.
            A partir de ahí la historia tomó brío. Había que ir cubriendo el territorio nacional, desde la conexión de Madrid y Barcelona en 1959. Para acelerar las cosas el Estado declaró a la televisión “Industria de Interés Nacional”, lo que suponía apoyo para la instalación de antenas y, sobre todo, apoyo para aquellas empresas que se decidiesen a fabricar televisores a precio bonificado: no más de 10.000 pesetas. Una pequeña fortuna para algunos. Todavía para muchos en aquellos tiempos.
            Siguiendo una estrategia de avance radial, como correspondía al centralismo del régimen, tan de “kilómetro cero” en la Puerta del Sol, se fueron poniendo repetidores y antenas e incorporando territorios a las conquistas de las ondas hertzianas. Cuando se iniciaron las emisiones había unos cientos de televisores en toda España, en 1963 ya eran 260.000. Ese año se emitían 70 horas semanales, frente a las 21 de los orígenes. El asunto ya iba estando preparado para lanzar contenidos masivos cuando se encontró con el fútbol.
Este deporte era el primero y, aunque España no fuera ni por tradición ni por resultados un país de deportistas, se convirtió en un país de espectadores. Ahí fuimos de los mejores. Lo agradeció la prensa deportiva y, a eso vamos, de una forma especial el cacharro recién nacido. El parque de televisores avanzaba sin tasa para seguir los partidos y estar al tanto de los resultados de las quinielas. El  partido de cuartos de final de la quinta copa de Europa ganada por el Real Madrid, que lo enfrentó al Niza en marzo de 1960, fue la primera retransmisión de Televisión Española para Europa, a través de Eurovisión. Desde 1961 se empezaron a estabilizar las retransmisiones en directo de partidos de la Liga.  La fiebre de fútbol televisado, con el inmaculado blanco de las camisetas del Real Madrid trotando por Europa y el negro de todo lo demás, presidía el ocio modesto. Sólo en Hispanoamérica se retransmitían más partidos.
            Desde el Plan de Estabilización de 1957 los tecnócratas del gobierno estaban empeñados en borrar la autarquía. La apertura y el crecimiento económico sólo eran posibles con el consumo. Los televisores fueron el emblema del consumo doméstico, lo mismo que el SEAT 600 lo fue de todo lo demás. Una casa con televisor tenía incluso más importancia simbólica que real. Medio país se preguntaba cuándo llegarían  hasta su territorio las emisiones. Y fueron llegando.
No se podía esperar. Los  montes eran altos y los repetidores anémicos, pero la expectación era máxima. Así que, cuanto antes, mejor. “Radio Monogran” coronó el tejado de su edificio en la calle Rui-Pérez, con la dignidad y el honor de tener la primera antena de Avilés. Su propietario, Aurelio Martín, el muy popular Lelo, tendrá para siempre el mérito del pionero. Un mundo nuevo bajaba por los tejados como si fuera Papá Noel.
Estaba concluyendo 1959. En noviembre del año siguiente se empezaba a ver señal de televisión en Oviedo. Un par de meses antes, como en misión secreta, un técnico de Marconi Española recorría Avilés haciendo mediciones y sacando conclusiones. Las tiendas de electricidad de la villa mostraban imágenes borrosas y saltarinas correspondientes a las pruebas del emisor vasco del monte de Sollube, que enlazaba con el Aramo y aún estaba en proceso de ajuste. Unas veces se veía bien, otras casi nada. Y la gente en un sinvivir ansioso.
Querían comprar su aparato, pero aún era pronto. La orografía cantábrica provocaba constantes cambios de orientación al instalar nuevos repetidores para cubrir zonas de sombra y las antenas tenían que variar su orientación. Había que esperar, pero, para ganar tiempo, los comercios pusieron sus ofertas en la calle. Como ELECTROGAS, que adaptó un sistema de cuentas corrientes puesto a disposición de los consumidores avilesinos. Se abría la cuenta en la tienda, se iban haciendo entregas de dinero a gusto del consumidor y, cuando estuvieran a pleno rendimiento las emisiones, esos clientes tendrían preferencia para comprar, entregando como entrada lo recogido en la cuenta corriente. Entonces se podía elegir a gusto el modelo de televisor. Eso sí, siempre Philips, con instalación de antena incluida, sin cobro de mano de obra ni nada. Todo ventajas.
Empezaban los tiempos de las compras a plazos y no hacía tanto que se habían ido los tiempos de las colas para todo. Ponerse a la cola de un televisor, o de un utilitario, no era motivo de enojo, sino de lo contrario. A partir de entonces el ocio consistiría en mirar desde el sofá a las figuras encerradas en las 625 líneas de pantallas de 19 pulgadas, por lo menos. El televisor empezó a presidir la casa, siempre enfundado para que no cogiera polvo durante las muchas horas que no había emisión. Se le adoraba como a aquellas imágenes de las vírgenes, protegidas por hornacinas, que aún recorrían las casas de Avilés.
En 1964 las emisiones se reforzaron para toda Asturias con el repetidor del Gamoniteiro. Dos años después tenían tele casi un 32 por ciento de los hogares españoles. En zonas como Avilés, en pleno crecimiento explosivo y con tanto realquilado, antes había que tener casa que tele, pero la urgencia estaba a un nivel parecido. Para avivar la esperanza, por aquellos entonces Chocolates Osnola entregaba, precisamente en Naveces, su primer aparato de la campaña «El TV misterioso». Aquellas marcas que el tiempo se llevó: Lavis, Inter, Iberia…El mundo había cambiado.
Los nuevos vecinos salían ahora de la tele, en las primeras series americanas. Viajaban “al fondo del mar”, escapaban de “Los invasores”, siempre con aquel dedo tieso tan acusador, hablaban en idioma hispano neutro y eran, en su mayoría, investigadores privados que guardaban algún secreto en la cajuela del auto.
            Los televisores ya se habían generalizado, a plazos por supuesto, y el vecino del tercero dejó de invadir casa extraña, teniendo como tenía su propio televisor y convencido, además, de que eso del Festival de Eurovisión era todo política y que a España le tenían mucha envidia.