JULIÁN ORBÓN EN FLASHBACK (Y II)

Una primera página de “El Progreso de Asturias” hecha ceniza como la vida y la historia profesional de Julián Orbón (infografía: Miguel De la Madrid).

La vida de Julián Orbón siguió pasando veloz sobre los muros de la cárcel de Avilés. Necesitaba, como poco, un cirujano de hierro para sacarlo de allí. Como Miguel Primo de Rivera. Se le alegró la cara al recordarlo. Su dictadura, desde septiembre de 1923, decía llegar para dar fin a los males de España. La solución definitiva a la postración y al politiqueo. Otra vez buenos tiempos para Julián.
Sus ideas encontraban horma en la regeneración que predicaba la Unión Patriótica, el partido del régimen. Un cuerpo nuevo para la vieja patria infectada por la mala política. En los tiempos duros siempre hay ideas que se imponen, por la razón o por la fuerza. Y Allí estaba él, propagandista de si mismo en las páginas de su semanario, denunciando como ajeno todo malo que pasaba en España y como propio todo lo bueno que había sucedido en Avilés: el tranvía eléctrico, la estatua a Pedro Menéndez y, sobre todo, la terminación del teatro Palacio Valdés. Se reivindicaba como materia gris, como mente inspiradora y aún como brazo ejecutor. Eso dolía mucho a quienes habían estado en los proyectos. No miraban bien. Y la temperatura social y política seguía subiendo.
Tantos años de campañas en solitario caían ahora en tierra fértil y, con los ayuntamientos de la dictadura, llegó a ser teniente de alcalde. Salía de la concha del apuntador para dejarse bañar por las luces de las candilejas de la política. Y se paseó por el escenario para mostrar sus virtudes, pero también para convertirse, llegado el caso, en un blanco fácil. Compromiso a campo abierto.
Y de campos iba la cosa. En esos tiempos el ayuntamiento de Avilés fue campo de batalla con dos periodistas tiroteándose en la misma trinchera. Manuel González Wes, secretario municipal y director del diario local, y Orbón, teniente de alcalde y director del semanario local. El primero opuesto a la dictadura de Primo de Rivera anhelando la llegada de una república reformista por la que trabajaba hacía décadas y el segundo no siguiendo más dictados que los suyos.
Julián intentó eliminar a ese enemigo político, y, al no conseguirlo, amenazó, como había hecho otras veces, con dimitir de su cargo municipal. Y el alcalde, Valentín Alonso, accedió. Tragó aquel farol para desgracia de Orbón, convencido de que, ahora sí, iba en serio. La inestabilidad de los tiempos, especialmente en lo referente a la alcaldía, hacían verosímil la propuesta.
Pero no era así. Amenazaba para que le impidieran la marcha. Y el alcalde no lo hizo, con lo que pasó a la lista negra de El Progreso. Y así hasta que llegó su sucesor, en febrero de 1928, José López Ocaña, para el que Orbón reservó todas sus laudas, colgándole las medallas de todos los progresos de Avilés, hasta escribir que era “la población de su importancia mejor alumbrada de España”. Brillante flor para lanzársela a un alcalde en aquellos tiempos. Ya saben que, en “Es Avilés”, se canta como gran logro aquello de “…Y hermosa electricidad” (pronúnciese “eletrecidá”).
Con toda esa luz, y muchos menos taquígrafos, llegó la Segunda República. Para él una mala noticia. Siguió adelante, cómodo dentro de sus hechuras de polemista, sin renunciar a ninguna de las controversias que le salieron al paso durante estos años. Era valiente. Se esté o no de acuerdo con las ideas de Orbón, demostraba otra vez ser un viejo periodista. De esos de oficio. De un oficio muy distinto al que ahora se practica. En estos momentos se valora la imposible “objetividad”, entonces la prensa existía, como desde su nacimiento, para tomar partido. Para defender unos intereses y unas causas que no se ocultaban, se les dejaban claras a los lectores para que optasen por leer ésos u otros papeles. Todos tenían amo.
 A Julián Orbón durante aquellos años no le faltaron ni causas ni controversias. Como cuando, a finales de agosto de 1934, El Progreso de Asturias dio en organizar una “Fiesta Homenaje a la Prensa” en el teatro Palacio Valdés. La intención era rendir público y póstumo testimonio de admiración al fundador de Blanco y Negro y ABC, Torcuato Luca de Tena. Para ello se montó un acto benéfico, pero en el fondo político, donde discursearon, entre otros, Juan Ignacio Luca de Tena, hijo del homenajeado, y Antonio Royo Villanova, perteneciente al muy derechista Partido Agrario. Dos enemigos confesos de la República. Los contrarios a Orbón lo alinearon en la ultraderecha. Y entonces, como ahora, quien ejerce el poder hace listas negras de vetados, señalados, desafectos o perseguibles. La diferencia es que, ahora, se busca la muerte civil del acosado y, entonces, la otra.
Al estallar la revolución de octubre de 1934 El Progreso y su director estaban a la cabeza de la lista de objetivos. Las reacciones contra el periódico venían escalando en la misma proporción que sus campañas contra la “propaganda soviética”, el “ambiente de criminal tolerancia” o “el marxismo perturbador”. Los escritos fueron respondidos con amenazas cuando la huelga de 1930, apedreos en abril de 1932 y, al fin, bombas en octubre del 34.
La primera estalló en los talleres del semanario a las diez de la noche del viernes cinco de octubre. El periódico estaba situado en los bajos de las casas de su hermano Benjamín Orbón, entre la calle Rui Pérez y La Cámara, en la Plaza Nueva (la de abastos). Entonces se pudo sofocar un conato de incendio inundando los talleres de la planta baja, a la vez que, desde las ventanas del entresuelo, el sobrino de Julián, Carlos, respondía con varios disparos de pistola hacia el interior de la Plaza. Ese mismo domingo, otra vez a las diez de la noche, dos explosiones certificaban el inicio del incendio que devoraría a El Progreso de Asturias, las casas de los Orbón y adyacentes. Julián fue perseguido, acosado hasta que no le quedó sitio para huir o para ocultarse dentro de su propio pueblo. Disfrazado y desesperado, logró salvar la vida, en el último momento, saltando cercas y corriendo calles. Huyendo y refugiándose en casa de un amigo hasta la llegada de las tropas del general López Ochoa.
No le quedó casi nada en Avilés. Sólo el rencor hacia los que habían destruido su casa y todas las pertenencias de la familia. Los chorros de agua que sofocaron el incendio se tiñeron con el negro de la tinta de las colecciones de El Progreso, perdidas sin remedio. Con ellas llegó también un chorro de rencor hacia la villa entera, de la que se marchó acusándola de “cobardía colectiva”. Se refugió en Gijón, donde encontró residencia y amparo profesional en la prensa.
Se había tirado sin pagar de la barca de Caronte. Pero el barquero siempre exige su moneda y, si no pagas, se lo dice al cartero, que siempre llama dos veces. Así que volvió a llamar en casa de Julián Orbón en el mismo inicio de la guerra civil. Los periodistas eran entonces propietarios de máquinas de la guerra de propaganda que se libraba con más saña aún que la otra. Acabaron siendo víctimas de los primeros días, del descontrol, de la memoria y también de la llamada “justicia popular”.
Julián Orbón fue detenido en Gijón y trasladado luego a la vieja cárcel de Avilés. Era la madrugada del 28 de julio de 1936. Allí estaba, este hermano y tío de músicos, habitante del mundo de la controversia y la política. Subido a esos caballos atravesó la frontera entre los siglos XIX y XX, en una vida profesional que había comenzado al son de Guantanamera, en la Cuba de finales del 800 cuando, veinteañero y huérfano, decidió emigrar. Una historia densa, como los tiempos que le había tocado vivir. Historia que era de uno y era de todos.

Eso pensaba, tal vez, repasando su vida, pergeñando una belicosa noticia sobre aquellos acontecimientos para cuando saliera de la cárcel. Se iban a enterar. Pero entonces la noticia era él mismo. Los recuerdos se interrumpieron. No quedaba más tiempo. Descarga de mosquetón y fundido a negro.

JULIÁN ORBÓN EN FLASHBACK (I)

Julián Orbón, un hombre en el punto de mira. En este caso homenajeado por las fuerzas vivas de la dictadura de Primo de Rivera en Avilés el 23-VIII-1924 (infografía: Miguel De la Madrid).

Imagino a Julián Orbón mirando a los muros de la vieja cárcel de Avilés. Ausente. Viendo proyectada en las piedras la muerte de su padre, profesor de idiomas de la Universidad de Oviedo, que cayó fulminado un mal día en la calle Argüelles. Muerto sin avisar y sin ver, por muy poco, el siglo XX.  
Había empezado a pensar en su pasado. Ya sólo tenía eso. El futuro en aquel país en guerra no existía para casi nadie y el presente se le estaba escapando a toda velocidad. Julio de 1936. Tiempos salvajes. Puede que entonces esa vida que dicen le mira a uno de frente en el instante final, atravesara el pensamiento de Julián a toda velocidad. Todos los recuerdos. Una vida que explicaba, como pocas, ese brutal desenlace que tomaron los tiempos. El rescate de las viejas facturas que, unos y otros, empezaron a cobrar en el 36.
Pasó treinta años trabajando en asuntos y cargos de representación, durante los que se forjó un puesto en eso que se llama “la vida pública”. A medio camino entre Avilés y La Habana, adonde llegó a principios del siglo XX, con una carta de recomendación de “Clarín” bajo el brazo, que le abrió las puertas de El Diario de la Marina, periódico defensor del poder español en Cuba y de gran influencia en la colonia hispana. Aquel diario, fundado en 1844, era ya viejo entonces, pero tenía una amplia nómina de suscriptores entre la colonia y el comercio de la Isla. Orbón siempre lo citó como su verdadera escuela de periodismo y a su director, Nicolás Rivero, como uno de sus principales valedores. Porque Julián era, sobre todo, un periodista de la vieja escuela.
Desde entonces su vida se convirtió en una especie de gymkana para sortear los obstáculos de la política y de su propio carácter, más propenso a crearse enemigos que a lo contrario. Tres décadas saltando el Atlántico hacia la orilla más conveniente y dedicándose lo mismo a fundar periódicos y revistas, que a mantener corresponsalías, organizar eventos y homenajes. Defendiendo mil causas, peleando duro por todas ellas, pero cada vez más solo con sus ideas, en unos años en que los hombres se acabaron matando por ellas.
Primero fue liberal. Devoto del omnipotente y segundo Marqués de Teverga. Otro Julián. En ese momento, su abrazo a la causa de los sanmiguelistas le llevó a ser colaborador temprano de El Diario de Avilés, cuyos responsables apreciaron en él una prosa sobrada de “galanura de estilo”, que ocultaba un grueso ariete de polémica, con el que se lanzó contra todo aquello que se le movió cerca. Eran los tiempos en que el marqués de Teverga y los suyos dominaban los resortes caciquiles, que la prensa, como todo Avilés, era sólo suyo. El bando de los ganadores. El mejor lugar para repartir estopa. Y Julián Orbón entonces ya era uno de los mejores repartidores de la comarca.
Dejó de ser liberal al fundar un semanario, El Heraldo de Avilés. No había acabado 1904. Su trayectoria estaba clara, siempre experto en buscarse apoyos, en organizar todo tipo de actos sociales y en situarse muy bien en aquellas instituciones que podían garantizar una posición social suficientemente visible para sus intereses.
Pasó entonces por una fase en que se convirtió en algo así como “comisionista del homenaje”. Una ocupación en la que aún hoy se pueden encontrar a sucesores de Orbón. Así, dirigió los homenajes al filósofo Estanislao Sánchez Calvo y al maestro Juan de la Cruz y los juegos florales de 1904. Los eventos más relevantes de la discreta vida pública del Avilés de principios del siglo XX lo tenían por intendente y estratega. Era, además, secretario de la Extensión Universitaria y presidente de la Asociación Coral Avilesina. Es decir, estaba bien colocado en los mejores resortes de la vida social, política y cultural. Logró hacerse visible y tener un poder de influencia real en todo aquello que más le interesó. Siempre presente, siempre importante.
Buenos tiempos, pero breves. En 1906 salió por pies de un gran escándalo que le buscaba la espalda a grandes zancadas. Debió dejar la Coral, la Extensión Universitaria, sus apreciadas comisiones de festejos y buscar abrigo y retirada en La Habana. Un cuartel lejano, pero siempre seguro.
Cinco años después ya era reformista de los de Pedregal, los que habían desbancado en las instituciones a los viejos liberales con nuevas ideas republicanas y dinero fresco. Volvía a Avilés, lleno de relaciones en Madrid y con los más notables americanos, presto a acercarse al nuevo poder reformista a través de la Sociedad Fomento de Avilés, una institución que intentó sacar a la villa de los malos tiempos que ya vivía con todo tipo de iniciativas, desde el urbanismo al turismo. Fue su secretario hasta que, según sus enemigos, un “ataque de megalomanía” lo arrojó nuevamente al mar en 1915, con los últimos fondos de la sociedad invertidos en un pasaje para La Habana. Vivía más en el Atlántico que en tierra firme. Su suelo siempre había sido movedizo, azaroso, peligroso…
 El día de Reyes de 1917, entre los regalos de la cabalgata, asomaba otra vez Julián Orbón a la opinión de Avilés envuelto en las páginas del semanario El Progreso de Asturias. Ya no tenía más bando que sí mismo, en un proceso de radicalización de formas e ideas, paralelo al que vivía la sociedad española, con el que atravesó los años veinte. En esta nueva mudanza los enemigos eran Pedregal y sus correligionarios, después de una década al frente del ayuntamiento de Avilés. Los sitió desde su periódico, agitando o creando fantasmas de escándalo y desgobierno que se les aparecían a cada paso para atormentarlos. Y recibió respuesta desde el diario local de Manuel González Wes, pedregalista destacado, periodista y secretario municipal al mismo tiempo, que dirigió como hombre orquesta aquel diario haciéndolo órgano, vocero y defensor de Pedregal.
Frente a todo esto estaban las columnas de El Progreso. No hacían prisioneros y Orbón seguía sin hacer amigos, menos que nunca en Avilés. Cualquiera podía estar señalado. Lo mismo cargaba contra los maestros por no reprimir el uso de la blasfemia, que contra los bailes públicos por inmorales. Se alejó para siempre de los partidos del caduco sistema de la Restauración. Ni liberales ni monárquicos ni republicanos ni reformistas colmaban sus deseos de orden y seguridad. Al otro lado tampoco retrataba un mejor panorama. Las nuevas fuerzas obreras no eran de su agrado y las combatió sin descanso. Fue paladín de la regeneración moral y material, atrincherado en un conservadurismo cada vez más belicoso.
Contra los socialistas cargó en 1920 por los “sucesos de Moreda”, en los que se enfrentaron a tiros obreros del Sindicato Católico y del sindicato minero socialista, SOMA. Doce muertos. Orbón se despachó con un artículo durísimo, titulado “Cobardías”, acusándolos de ser “propagandistas desalmados que no dudan en asesinar a traición a sus compañeros si con eso calman el rencor almacenado en sus entrañas”. El Centro de Sociedades Obreras le respondió con otro artículo, “Vilezas”, llamándolo “ente despreciable”, mercenario que vende su pluma a los poderosos para difamar “a tanto la línea”.

Duras palabras, dichas en un lugar tan pequeño como Avilés, iban más allá del papel. Sonaban a amenaza por ambas partes. A “sé quién eres”, a “verás cuando lleguen los míos”. Sonaban a esas cosas que no se olvidan. A las que se guardan. A las que se recuerdan cuando aparece la ocasión. Y años después, por desgracia, iban a sobrar las ocasiones.

POCA DILIGENCIA

Infografía de Miguel De la Madrid a partir de publicidad de "Los Horgas"

Si, entre los lectores de esta serie quedara algún buen aficionado al difunto género del Oeste, sin duda estará al tanto de que en toda película de cierto empeño y argumento interesante no puede faltar una diligencia. Siempre está en el lugar oportuno para que luzca John Ford, para que suba John Wayne, para que ataquen los indios, para llevar el correo, para traer al malo… para pasar por allí. Pero pocas veces pensaron, tal vez, que esos mismos carruajes, y en años parecidos, daban servicio muy lejos de las praderas del Far West. Por ejemplo en Avilés.
Y es que, por seguir con la proximidad del símil, a la fuerza ahorcan. No había otra cosa y con esos bueyes se tenía que arar. Y viajar. Hasta muy entrado el siglo XX, con la generalización de trenes y automóviles, la diligencia o sus parientes cercanos, carromatos, “barcos” o “galeras” eran el medio de transporte más usado por aquellos que podían pagárselo. Otra cosa no podía caminar por carreteras con firme de piedra partida, llenas de curvas, peraltes y desmontes realizados con una tecnología arcaica y donde encontrar un puente era todo un acontecimiento digno de festejo. Unos caminos que, en palabras del viajero inglés Richard Ford, sólo eran aptos para “el carro de la Osa Mayor”.
            Entonces se viajaba a lomo de mulas o, como era muy frecuente, a pie, por endiablados caminos que entretenían las horas y desesperaban el ánimo de los viajeros. Hablar de carreteras sólo es posible a partir de la segunda mitad del siglo XIX, antes ni siendo muy generoso se podría usar ese término. En esos años se aprobó el reglamento del Cuerpo de Ingenieros de Caminos y la Ley de Expropiaciones Forzosas y, al finalizar el reinado de Isabel II, en 1868, la red nacional de carreteras, o algo parecido, ya tenía unas dimensiones considerables.
Eran, en todo caso, vías pensadas para transportar mercancías, que no procuraban ningún tipo de comodidad a las personas. Como dejó escrito el siempre agudo Mariano José de Larra, en los coches viajaban sólo los poderosos, los carromatos y las acémilas estaban reservados a las mujeres de militares, estudiantes y predicadores cuyo convento no les proporcionaba mula propia. Nadie más viajaba.
Aún así, en el Principado la diligencia no llegaba ni siquiera a todas las cabeceras de los concejos, ni siquiera en el siglo XX. Sólo a los sitios donde la rueda podía pasar. Los viajeros, siempre por necesidad, se las arreglaban como podían. Quienes tenían caballería propia la usaban, y quienes podían alquilarse una, lo hacían, bien fuese completa o “media caballería”, compartiendo a ratos algún mulo de un arriero, libre de carga, con otro viajero.
Las diligencias, por tanto, dulcificaron sólo un poco un ácido panorama, llevando pasajeros en sus diferentes departamentos, mejor o peor colocados, según billete y posibilidades. La berlina era un departamento cerrado en la parte delantera, el interior iba en el centro del vehículo y el cupé, delante de la baca. Ésta, en la parte superior, podía habilitarse para transportar viajeros protegidos por toldos, entre baúles y cajas de un equipaje que aportaban los viajeros de billete completo, que les permitía transportar tres arrobas de peso por cabeza.
Eran vehículos capaces hasta para doce viajeros, arrastrados por ocho mulas o entre dos y cuatro caballos, con muda de tiros en función de la distancia recorrida. Grandes carruajes, muy poco refinados, de cuatro ruedas, portezuelas laterales o posteriores, asientos delanteros, y en baca, con una parte tapada con lona para los equipajes, conducidos por un mayoral, un postillón y un zagal. Éste, si el tiempo y la ocasión lo permitían, montaba el caballo delantero.
En tan duras condiciones la paciencia se imponía, sobre todo en las grandes rutas. Por ejemplo, para realizar un viaje de Oviedo a Madrid había que utilizar 120 caballos, en tiros sucesivos, 15 zagales, 5 postillones y un mayoral. Se avanzaba a razón de 40 kilómetros diarios, partiendo la jornada en dos, desde la madrugada a la comida y después de ésta hasta la caída del sol.
Tómese esta descripción y aplíquese al kilometraje entre Avilés y Oviedo, y se conocerán las condiciones del transporte de viajeros en las diligencias del Avilés decimonónico, que movían al año no menos de 10.000 viajeros (eran muchos más los que viajaban a lomo de mula o a pie) y una cantidad no despreciable de mercancías.
La línea a la capital fue atendida, hasta 1866, por la empresa ovetense la Unión Asturiana. Ancha era la ruta para ella, nadie la inquietaba y, ausente de competencia, ponía los precios que tenía por conveniente. Pero ese negocio tan libre se le acabó en diciembre de 1866, fecha en la que el empresario avilesino Francisco Artime entró en el negocio poniendo en marcha una nueva empresa, la Villa de Avilés, con nuevas diligencias y nuevos precios (18 reales en berlina y 14 en interior) que acabaron por arruinar a la empresa ovetense que, no acostumbrada a la competencia, bajó los precios para recuperar clientes hasta unos ridículos 4 reales. Fue cuestión de tiempo que, con tan menguada recaudación, la vieja empresa acabase cerrando. Poco tiempo después, a finales de 1867, una nueva compañía entró en la pugna de precios y servicios.
Realmente la competencia no se ventilaba sólo en la bajada de precios, sino también en la comodidad y la velocidad del viaje. Sobre lo primero, habida cuenta de las carreteras y del tipo de carruajes que se manejaban, no había mucho que hacer, pero sobre lo segundo sí que se intentó ganar terreno y minutos al reloj. El margen de maniobra era escaso. Las diligencias de Avilés invertían, en los pocos kilómetros que separaban a la villa de la capital, tres horas si el trayecto se hacía hacia Oviedo, “subiendo”, y dos horas 45 minutos en el viaje de vuelta, “bajando”. En esos quince minutos residía el único margen de mejora.
Ustedes ya se hacen cargo de que esos lejanos tiempos eran muy distintos a los de la actual Fórmula 1 de nuestros desvelos. Aquí no había ingenieros, ni evolución de motores ni cambio de neumáticos, ni siquiera un Fernando Alonso que echarse al pescante. La única posibilidad de ganarle kilómetros al segundero y a la competencia consistía en tirar de látigo. En hacer que el mayoral fustigara a las caballerías hasta la extenuación. Y eso hacían, precisamente, a riesgo de mercancías y viajeros.
En peligrosa competencia, como en las películas del Ponny Express, las empresas de carruajes de Avilés intentaban atraerse a la clientela prometiendo un viaje más veloz. Los mayorales despreciaban el reglamento de carruajes, hacían sonar el látigo sobre las orejas y lo chocaban contra las grupas de las bestias. Y las autoridades, como si lloviera, que era cosa que sucedía a menudo embarrando el firme y mojando a los pasajeros dentro de las propias diligencias, en las que, más de uno, hacía el viaje con el paraguas abierto.
Un peligro. Hasta Lugones la carretera era ancha, pero era una carretera de esas que les he descrito, primitiva, lenta y traicionera. Lo dicho, peligro, mucho peligro tenían aquellos cocheros que se exponían, por el beneficio empresarial, al perjuicio médico haciendo volcar los coches en alguna ocasión. Todo por un mal cuarto de hora. De película.
En fin, que, como había pocas diligencias, los mayorales tenían que poner la mayor diligencia en que su diligencia llegase antes que la diligencia de la competencia. Creo que me han seguido. Al galope, claro.


CASA PARA EL PRÍNCIPE

Infografía: Miguel De la Madrid


          A principios del siglo XX cualquier manual de hidroterapia que se preciase incluía un repertorio de instrucciones para ejecutar con provecho los baños de mar, más o menos de este tenor: “la inmersión en el baño ha de ser brusca y total, procurando sobre todo mojarse bien la cabeza desde el primer momento, a fin de evitar congestiones”. O, como sostenía el doctor Bataller y Contastí para los que supieran nadar, “acercarse a la orilla y así que ve acercarse una ola, entrar con denuedo en el baño sumergiéndose enteramente”. No por casualidad los llamaban “baños de impresión”.
            Tan impresionante ejercicio, sin embargo, estaba reservado a muy pocos. No hacía mucho que la playa se había inventado para el disfrute social y ocioso. Sólo los que tenían dinero y tiempo para gastar eran clientes de los baños de mar. Una costumbre exclusiva en la que los reyes de países diversos fueron la vanguardia y el modelo que todo bañista de posición gustaba de imitar.
            Si hubiera una clasificación de los reyes más bañistas seguramente los Borbones estarían en los primeros puestos. Siempre han sido monarcas de mucho viajar y mucho remojar. Empezando por Isabel II, que puso en el mapa a la vieja playa de Pando de Gijón en 1858. Y eso era precisamente lo que se les pedía, que hiciesen publicidad, que dieran ejemplo y dieran lustre a una playa que quisiese atraer a bañistas elegantes que, por imitación a los monarcas, dejasen sus hernias y sus cuartos veraneando en ese mismo destino. Tener como turista a un rey aseguraba que toda una grey de viajeros de orondas carteras haría crecer el lugar, dejando dinero y prosperidad en ese negocio recién nacido. Algo así como lo que Marbella hizo, muchos años después, con  famosos de toda laya para proyectarse como destino de lajet set” internacional. Eso es lo que intentaron las playas asturianas desde el siglo XIX.
            Isabel II hizo lo que pudo por el veraneo de Asturias, pero no fue capaz de nadar y guardar la ropa y eso la llevó directamente al exilio al salir de los baños de Lequeitio, donde la encontró la revolución “Gloriosa” de 1868. Así que nuestra región siguió esperando por bañistas de sangre azul. Al menos hasta que Alfonso XIII, ya con el siglo XX, empezase a frecuentar Asturias. A que su afición a los balandros lo trajese a regatear a Gijón o su puntería a tirar al pichón en la finca de los marqueses de Argüelles en la playa riosellana de Santa Marina. Asturias se estaba colocando en una carrera en la que San Sebastián y Santander le sacaban varios cuerpos de ventaja. Ellas acabaron conservando el veraneo de la Casa Real, sobre todo cuando el palacio de la Magdalena se unió al donostiarra de Miramar para convertirse en verdaderas cortes de verano entre 1913 y 1930.
            De los reyes no se podía esperar otra cosa que viajes golondrina y muy poco chapuzón. Pero Asturias no desmayó. Ofrecer casa al monarca era una vieja aspiración y, si no se podía con el rey, al menos había que intentarlo con su hijo, aprovechando una ventaja estratégica que sólo esta tierra tenía: el primogénito del rey, desde la noche de los tiempos, era príncipe de Asturias.
            Hacía tiempo que Gijón tenía un proyecto como éste en sus oraciones, pero, en un esfuerzo supremo de decisión, la comarca de Avilés dio un paso al frente, aprovechando la promoción que toda la maniobra podría suponer para la playa de Salinas. En esos terrenos se podría instalar un palacio que, como en Santander, se ofrecería luego al Príncipe como residencia de verano. Pero esa tierra no le pertenecía a las olas, tenía dueño.
En la primavera de 1921 las fuerzas vivas más vivas del contorno se dirigieron al propietario de las “perras” y de la playa, Louis Hauzeur, director general de la Real compañía Asturiana de Minas. Le enviaron un mensaje firmado por los alcaldes de Avilés y Castrillón, entidades diversas de ambos concejos y los directores de periódicos de la comarca. La carta estaba llena de aplastantes evidencias como que “es incomprensible que después de tantos siglos el Príncipe heredero no tenga aquí su residencia, aunque no sea más que algunos días de verano”.
Aclarada la intención faltaba ubicar el solar y se pensó en la península de Bellavista, en Salinas, mirando, por un lado al mar y, por otro, a los pinares del dueño de la finca. Para que todo fuese más tradicional y solariego, un palacio edificado con la forma de una casona asturiana a todos les pareció la mejor idea. Serviría, incluso, para sellar la vieja amistad entre los reyes de España y los de Bélgica. Argumento, sin duda, definitivo para llegar al corazón del belga Hauzeur.
Se consiguió, además, que el director de la fábrica de Arnao, Juan Sitges, sirviese de embajador para presentar el proyecto a su jefe y, por aquello de aprovechar la ocasión, le deslizase también el propósito de parcelar el frente de la playa de Salinas para construir una urbanización de elegantes hotelitos mirando al mar, que se verían muy mejorados en sus posibilidades turísticas y rentabilidad inmobiliaria con la definitiva puesta en marcha, ese mismo año, del tranvía eléctrico. Un proyecto, al que no le hacía ascos la Real Compañía, y que llevaba años rondando por algunas cabezas y algunos despachos.
Ya saben, la vieja idea: se toma una playa con posibilidades, se le construyen chalés de lujo, se la comunica bien y luego se llama a gente adinerada para que pase allí sus horas ociosas del estío. ¿Qué no viene la gente? Se trae a otra gente más importante para que dé ejemplo y también negocio y, si es la Casa Real, inmejorable. No hay gasto, todo es inversión. Nada hay más alto ni más rentable en asuntos de veraneo.
Principiaba abril del citado 1921 cuando el señor Hauzeur dio en contestar a la carta desde París. Y le parecieron muy bien las ideas. La primera por la conocida  “adhesión que la Real Compañía ha sentido, desde su fundación, por los Reyes de España y el respetuoso y sincero afecto que, tanto mis antecesores en la dirección de la Compañía, como yo, les hemos profesado”. La segunda porque el señor Sitges ya se la había hecho saber, e incluso le había adelantado un plano en el que se parcelaba la superficie de la playa donde luego se construyó el paseo de Salinas.
Pero el príncipe jamás llegó a Salinas. Su palacio se quedó sólo en el proyecto de un cuento de hadas. No se edificó en Salinas ni tan siquiera en El Cervigón gijonés, donde se repitió el intento tres años después con un proyecto del arquitecto Manuel del Busto. No hubo el suficiente peso como para atraerlos. El veraneo asturiano lo intentó todo para estar en primera división, pero no pasó de la promoción, y allí se quedó. Los reyes no escucharon la súplica que, desde su primer veraneo, Asturias les hizo con versos como estos:
“¡Por Dios, non marchen d’aquí!
            ¡Faigan aquí so morada!
Pos xente que los defienda
Hayla per esta montaña
Mas lleal y mas valiente
Q’en dengun puntu d’España”.

Por breve tiempo, tal vez en un exceso de entusiasmo, se imaginó en Salinas un palacio de cuento para un príncipe azul. Y así fue al final: más cuento que otra cosa. Cierto es que el príncipe no se mudó a esta comarca, pero, de todas formas, se empezó a edificar en la playa, según planeaba la segunda parte del proyecto.
Comenzó así un negocio inmobiliario que, cuarenta años más tarde, acabaría derivando en la hormigonada silueta de los gauzones. Y ahora que hay cemento, falta arena…


BARBUDOS EN LAS MEANAS


Infografía: Miguel De La Madrid


La tarde del 7 de enero de 1959, bajo la placa de la calle Cuba, se concentró de manera espontánea una pequeña muchedumbre con ganas de celebración y de jolgorio. Como en Madrid y como en otros lugares de España, corrió el Bacardí, se bailó y se entonó la Bayamesa, himno cubano que sirvió de tema a la improvisada masa coral que daba servicio al baile.
            Se sabía que el dictador Fulgencio Batista había huido a Santo Domingo y que Fidel Castro entraría en La Habana como Caudillo vencedor al frente de sus “barbudos” de Sierra Maestra. En el mundo entero el asunto fue seguido y contado como una hazaña épica, como una guerra romántica. Los justicieros contra la tiranía.
            En España la cosa tenía otra dimensión añadida. Desde que la flota del Almirante Cervera, despedazada por los obuses yankees, sirviera de arrecife a los peces, en todo el país la perdida de Cuba se sintió como una amputación. En pocos lugares como Asturias, en pocos como Avilés donde esa amputación era real. Cuba fue durante mucho tiempo España. Aquella parte de España a la que iban a medrar los rapaces que no podían vivir con lo poco que la madre Asturias tenía para repartir. El lugar en donde, vomitados de las bodegas de los barcos, salían guajes asustados y dispuestos a comerse el mundo. Un nuevo mundo que, en la mayoría de los casos, se volvía contra ellos y  acababa por devorarlos, perdidos en un emporio comercial de unas proporciones que, por aquí, no se podrían ni soñar.
Muchas familias se repartieron a ambos lados del Atlántico. A mediados del siglo XX los descendientes de la semilla española plantada en masa desde mediados del siglo XIX llamaban con la voz de la misma sangre. Todo lo de Cuba era cercano. Todo amable. En las conversaciones, en la imaginación y en el corazón de muchos avilesinos Cuba estaba próxima. Siempre lo había estado.
Cuando el estallido revolucionario se convirtió en algo como para ser tenido en cuenta, corría por aquí que la situación de la mayor de las Antillas Mayores había llegado a ser insostenible. Se contaba que la injusticia económica la había doblegado hasta ser un satélite de los intereses norteamericanos que controlaban el 90% de las minas, el 40% de la industria azucarera, el 80% de los servicios públicos, el 50% de los ferrocarriles y la industria del petróleo, casi todas las haciendas y todas las vidas de los cubanos que sólo se reservaban para sí el 16% de los terrenos agrícolas. La mitad de las industrias estaban en La Habana, en el resto, las decisiones estratégicas, y hasta las reparaciones de maquinaria, se hacían desde el extranjero.
Cuba, en 1958 el primer país iberoamericano en número de automóviles o electrodomésticos en relación a sus habitantes, la Cuba de los contrastes, vivía postrada, sirviendo a unos intereses que no se correspondían con los de todos los cubanos. Su silueta de fornido caimán no era más que el pastel que se repartían los hombres de negocios del Norte, con la mano temblorosa de Hyman Roth en la inmortal escena de El Padrino II. Lo escribieron Eduardo Galeano y René Dumont, entre otros.
Parecía una causa justa la de Fidel y los suyos. Generó tal cantidad de informaciones, un seguimiento tal, que acabó convirtiéndose en un asunto cotidiano, con mucha gente a favor. Se contó muy bien, y las venturas y desventuras fueron gestas expandidas como una mancha de aceite. Los últimos románticos, los héroes del pueblo, los luchadores de la libertad…tantas marcas y tantos tópicos puestos a producir.
Siempre que se tiende a acabar con un viejo y decadente estado de cosas quien se embarca en la empresa tiene, además del beneficio de la duda, la ventaja del recién nacido.  Sus protagonistas eran grandes seductores de masas, protegidos por el paraguas de una empresa que caminaba con las velas hinchadas cubriendo a gran velocidad todas las singladuras hasta llegar al primer día del año 1959.
            Entonces las alturas eran históricas y las bravuras como un sol, los comandantes llevaban barba y fumaban cigarros habanos. Muy normal que, en la distancia, prendiera la épica de un empeño, el de aquellos combatientes del monte, que consiguió la simpatía internacional. Parecían bandidos buenos. Robines de los tropicales bosques cubanos que entraron en la misma Habana como caudillos triunfadores, jaleados por el pueblo redimido. Como si fuera cierto que las utopías, por más complejas que resultaran, por más ideales que fueran, tenían su oportunidad en el mundo tangible para hacerse finalmente realidad.
            Mas todo iba a gran velocidad. En poco tiempo los asuntos de Cuba dieron un giro notable. A la misma velocidad que el retrato del Che Guevara se convertía en un icono de masas vendido por el capitalismo para hacer caja, la revolución cubana le ponía la proa a Occidente. En aquel mundo sólo se podía estar en uno de dos bloques. Los vencedores de la revolución eran, valga la redundancia, revolucionarios, y se comportaron como tales. Demostraron a los dos mundos que para hacer su tortilla romperían todos los huevos que fueran necesarios.
Fidel Castro, el hijo del gallego, ya era primer ministro en febrero de 1959. En 1976 ya estaban concluidas las reformas necesarias para asegurarle el control de todos los poderes del Estado. Por el camino no encontró el acuerdo necesario con Estados Unidos y acabó asomando la cabeza por debajo del Telón de Acero. Desde allí empezaron a llegar alimentos, dineros, armas y la seguridad de poder sobrevivir en el mismo patio trasero del Tío Sam mucho más tiempo de lo que nadie pudiera imaginar.
Pero el patio no dio para todos. No hubo casa para tanta gente. Y muchos cubanos con raíces españolas, que habían trabajado durante generaciones, acabaron saliendo de la isla con lo puesto y sin otro capital que un doloroso recuerdo que les perseguiría cada día de su vida. Con la rabia por lo perdido, la perplejidad por la manera de perderlo y las lágrimas en los ojos empañando los recuerdos de toda una vida tirada a la basura. La nueva Cuba, la del 90% de industrias y el 70% de los terrenos agrícolas nacionalizados, no tuvo sitio para ellos, pero ellos no la olvidaron jamás.
Era el corazón, que siguió latiendo para siempre enterrado en tierra cubana, con un cuerpo que no tuvo más remedio que cruzar el Atlántico como hicieran los abuelos tantos años atrás. El mismo viaje, el mismo mar, pero navegando en sentido opuesto. Un retorno forzado, que dejó marcada a fuego la fecha de cuando salieron de Cuba. Parecía que, en una marcha precipitada, alguien había abandonado un tocadiscos con un disco sin fin de Luis Aguilé.
Una historia muy larga, de separaciones para familias y personas, de héroes y villanos que intercambian sus papeles según quien la cuente, en un mundo que llegó a caminar al borde del abismo. Una historia que parece tornarse en estos tiempos con el inesperado acercamiento de las autoridades cubanas y norteamericanas y el olvido de aquellos primeros años. Quién lo iba a pensar.
Todo eso que, quienes bailaban con júbilo aquel día de enero en Avilés, no podían sospechar. Vino después. Los Reyes Magos les habían traído juerga a los de la calle de Cuba, la fiesta más sana. Pero todo baile ha de tener un final.

          Como dice la guaracha de Carlos Puebla: llegó el comandante y mandó a parar. 

Publicado en La Nueva España, 1-III-2015.